Respondiendo a Marissel Hernádez Romero |
Como cultura de cancelación se conoce la práctica política de suprimir
expresiones por su contenido ideológico; por lo que deviene en una práctica
política eficaz, dirigida a redeterminar el pensamiento, entendido a su vez
como una cultura. Eso no está descaminado, si en definitiva eso que entiende
como cultura se refiere al espectro epistemológico a que se remite la
reflexión; que en términos estrictamente políticos —no existenciales— es la que
determina las políticas concretas con que se trata de redeterminar
políticamente a la sociedad.
El problema está en este origen político mismo, porque careciendo de valor
existencial, desconoce la base misma de los problemas que atiende; una
deficiencia típica y recurrente, que explica las dificultades en que decae finalmente
la sociedad moderna, en la contradicción última del capitalismo. No es casual
entonces que el concepto aparezca como reacción a las proyecciones políticas de
las élites intelectuales; aunque más exactamente se refiera a las élites
intelectuales convencionalmente instituidas como una clase política.
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Esa diferencia es sutil pero importante, porque establece una clase
intelectual que no pierde su vínculo de origen; en el sentido de que, no
pasando por las convenciones institucionales, retiene su naturaleza popular original.
Esta diferencia no habría existido hasta mediados del siglo XX, cuando estas
élites ya se especializan en un valor institucional; por el que recuperan la
voluntad que les diera origen durante el renacimiento carolingio, tratando de
establecerse como una clase política.
Esto se refiere a su vez a ese origen de la cultura moderna, en la lenta
transición del alto al bajo medioevo; que ocurriendo como apoteosis en entre
los siglos VIII-X, en realidad habría comenzado con el establecimiento mismo de
la era medieval, en el siglo V. Desde entonces, sobre todo con la cultura
carolingia, la monarquía va a tratar de salirse de la tutela religiosa; para lo
que va a crear su propia élite intelectualmente especializada y secular, de la
que extrae su propia legitimación trascendente.
De ahí la proliferación de las escuelas palatinas, en competencia directa
con las monásticas y catedralicias; y de las que proviene la creación de las
universidades medievales, como preparación de la apoteosis en que culmina el
medievo hacia los siglos XVII-XVIII. El problema es que en el entretanto, la
cultura como realidad específicamente humana habría sufrido la tremenda
transformación del cristianismo; que crearía un universo epistemológico nuevo,
ya en la sujeción de la reflexión existencial a su organización ideológica en
la doctrina cristiana.
De hecho, es en este ardid agustinita que el cristianismo incorpora su de
otro modo incomprensible maniqueísmo; resolviéndose como una lucha a
perpetuidad entre el bien y el mal, que como entes abstractos van a plantear el
otro problema de la prevalencia del bien (Dios). Es a ese carácter convencional
que el cristianismo debe su carácter dogmático y doctrinal, resolviéndose por
una serie de mitos supuestamente necesarios; remitiendo todo problema al
ejercicio de la autoridad, que es eminentemente político —referido al ejercicio
del poder— y no intelectual.
Eso habría sido lo que hizo San Agustín, al ganar las controversias con los
maniqueos, como mismo hizo Marx; y el efecto va a ser la reducción del espectro
epistemológico a ese valor moral de la ideología, como doctrina definida por
sus convenciones dogmáticas. La última evolución de este fenómeno sería esa
cultura de la cancelación, basada en el reconocimiento de la interseccionalidad
de los problemas sociales como políticos; pero como máxima abstracción del
individuo a su valor social Corporativo), en detrimento de su excepcionalidad
individual.
El problema con esta cultura, es que subordina al individuo en su función
social, como mismo lo hizo el cristianismo; dando lugar, como este en su
justificación del autoritarismo feudal, a la del autoritarismo político del
estado. También en definitiva, el modelo socialista preconizado no pasa de ser
un capitalismo de estado (corporativo); que se organiza en la administración autoría
de la sociedad como realidad, a cargo de una élite especializada.
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Esta élite primero habría sido la aristocracia feudal, y es ahora la
administración de las grandes corporaciones; que en competencia con el estado,
genera su propia clase especializada de administradores (managers) como falsa
burguesía. En los estados socialistas, esa falsa burguesía va a ser la del
partido, y en ambos casos se alimenta de la intelectualidad institucional; que
como tecnocracia, va a terminar por corromperse como la burguesía que imita en
su dinámica, en la atención de sus propios intereses.
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Eso no puede verse, por la reducción del espectro reflexivo a la ideología,
desconociendo la excepcionalidad individual; en tanto reduciendo esa individualidad
a la abstracción de la clase, no le permite a ese individuo la percepción de esa
individualidad de sus intereses. La cultura de la cancelación es así la
imposición del mismo autoritarismo feudal, paralelo y en consonancia con el
corporativismo postmoderno; que sea de parte del estado socialista o de los
grandes capitales, se dirige a esa supresión de la individualidad.
Más allá de estas sutilezas, a grandes rasgos el problema con esta
reducción marxista está en esa violencia ideológica; porque resulta en una
fatalidad, por la que la dialéctica no llega a cumplirse nunca, sino que se
repite a perpetuidad. Esto es, en la confrontación clasista que resulta de esa
generación constante de una seudo burguesía corrupta; que sólo se va a eliminar
con la generación de otra seudo burguesía igual de corruptible, por esa función
tecnocrática que desconoce siempre toda individualidad.
Como en el caso del cristianismo, el debate se cierra por la negación
dogmática de la supuesta supremacía moral; como cuando Dun Scotus silenciara
las posibilidades existenciales y reflexivas del realismo con su especialización
argumental, que por algo se llamó el doctor subtilis. El marxismo emana de
nuestras universidades, y sella toda posibilidad reflexiva como en las medievales
el agustinismo; más allá de ellos el individuo permanece incógnito en su
supresión autoritaria, insobornable aunque sea a despecho por su innegable
libertad individual.
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