Heineken afirma que las empresas tienen
que defender sus principios, como si fueran individuos y no corporaciones;
cuyos principios son así generados de esa corporatividad, como sus intereses
naturales, en contra del individuo. Si realmente se tratara de principios
morales y no relativos al poder, serían entonces de capitalismo feroz; porque
todos son imperios comerciales, construidos sobre la base —muchas veces inmoral—
de ese capitalismo.
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Como prueba, es una generación de
ejecutivos, formada en las universidades y no en las dificultades del comercio;
su trabajo es generar ganancias sin una necesidad real de las mismas, permitiéndose
el lujo de divagaciones abstractas. Si de veras tuvieran principios morales y
fueran coherentes, devolverían el poder de esa riqueza acumulada; y restringiéndose
a la función básica del servicio, permitirían un respiro a los pequeños
productores, que potencian al individuo y no al siervo.
Eso no es posible, precisamente porque
carecen de principios, en competencia feroz por la autoridad del estado; que es
lo que ha variado naturalmente sus intereses, de económicos a políticos, contra
su monopolio por los estados. Así comenzó la decadencia imperial romana, de la
que nace Occidente, como un principio hasta de su cultura política; cuando el
estado perdió su capacidad de gobernar su compleja jurisdicción, en la
esclerosis de su crecimiento desmedido.
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Eso quiere decir que probablemente el
capitalismo logre sus ímpetus neofeudales, desplazando a los estados; al menos
si estos no recuperan su autoridad, que reside en la población, con la base de
la pequeña y mediana empresa. Esto sería lo que cambia con la dependencia del
gobierno de impuestos corporativos, en su afán de crecimiento; que sólo
consigue con la subvención popular —en la corrupción de su capacidad productiva—,
a favor de la hiper representación de las oligarquías.
Eso fue lo que pasó en Francia,
debilitando al estado ante la aristocracia, con su dependencia de la alta
burguesía; cuando el estado se jugó la mala pasada a sí mismo, de fortalecerse
apelando a esa burguesía para debilitar a la aristocracia; y como esa alta
burguesía es la que se fusionara luego con la aristocracia inglesa en América,
creando la nueva oligarquía. Se trataría así de la misma búsqueda de capital
político, por esa nueva aristocracia, que despliega su poder como moral; pero
que es sólo una oligarquía, como la que siempre ha sostenido la ficción de democracia,
reventada en contradicciones como esta de Dylan Mulvaney.
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