Por Ignacio T. Granados Herrera
Lenin habría afirmado que de tener que
esperar a que los países tuvieran el desarrollo necesario, habría que esperar
quinientos años para la imposición del socialismo; poco importa si la frase,
que ya no es exacta, es apócrifa, porque igual revelaría esa urgencia fáustica
que distorsiona las realidades al condicionarlas a una falsa necesidad. En
definitiva, el mismo Marx que intuyó la teoría del capital para explicar el
proceso de socialización de la economía sucumbió a esa urgencia; que siendo
política respondía a un condicionamiento de las ya sinuosas determinaciones
formales de la realidad. No por gusto entonces, ese sentido de urgencia —que es
moral y fundamentalista— terminaría desplazando los conceptos, entorpeciendo
los flujos naturales de la historia; de modo que lo que se convino como
socialismo utópico resultó más exactamente literario, mientras que el que se
ufanó de real devino en utópico. De hecho, surgido en el seno mismo de la
social democracia, el socialismo marxista portaba su más grande contradicción
de inicio; lo que se comprende por el carácter aún intuitivo y no de suyo
racional del pensamiento Marxista, aún si esa intuición suya es ya una
elaboración inteligente sobre la base de su conocimiento acumulado.
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Esta contradicción sería la que plantea al socialismo como una
dictadura del proletariado, que es de hecho imposible como una tautología;
primero, porque el gobierno sólo es posible sobre la base de una representación,
por una clase política que así deviene en burguesía, como burocracia partidista.
Eso sería lo que en efecto ocurrió en el llamado socialismo real, que en realidad
era por eso mismo utópico, mientras que el de Moro era literario; pero en todo
caso, esa urgencia de Lenin, como la de los inquisidores católicos, habría
intentado forzar históricamente lo que es una condición metafísica; apoyándose
en el más contradictorio Marx, para tratar de torcer los hilos inconmovibles
con que teje el tiempo toda realidad, que es en lo que habría consistido el
error. Eso habría sido posible por la condición seudo realista del materialismo,
que debió declinarse en el adjetivo de histórico y dialéctico para atenuar su
fatalidad conceptual; sin que tuviera ya remedio el entuerto sin embargo, desde
esa misma lógica impertérrita con que Aristóteles separó en su Órganon la
función subordinada del predicado respecto al sustantivo; porque para mayor
gloria del Dios en que creemos —o la naturaleza o la vida o whatever you call
it— toda gramática es de la realidad, a la que refleja con reverencia.
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Es así que los quinientos años que creyó borrar de un plumazo San
Vladimir, habrían resultado sólo ralentizados; como el rosario de una viejecita
esclerótica, que confunde los misterios pero termina siempre en el Salve, y
justo después de cinco Padrenuestros y cincuenta avemarías. El socialismo
finalmente terminará por imponerse en el mundo, pero no antes de que el mundo
lo proclame; porque como justicia intrínseca a la propia realidad de lo humano,
es en esta que ha de manifestarse como su propia condición y no por la soberbia
de una falsa necesidad. Es de esta dificultad que proviene la condición del
tiempo, como espacio que crece para cubrir a todo lo humano en lo político como
su naturaleza especial; como un alborozo en que los anarquistas se abrazarán eufóricos a los socialistas, porque su
intuición ha sido la misma hasta en ese pecado de la urgencia, pero que igual
es el fervor con que a todos los ama Dios.
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