Por
Ignacio T. Granados Herrera
En el
2008 las elecciones presidenciales de Estados Unidos eran tan predecible que parecían
un arreglo, dado su nivel de consenso; otra vez se vería una sucesión dinástica
—esta vez entre cónyuges— revelando la naturaleza idéntica de los dos partidos
en disputa; que en realidad lo que hacen es postularse a la administración de
la cosa pública, como una burocracia propia de las élites económicas. Sin
embargo, aún dentro del adocenamiento partidista, un político medio desconocido
se jugó la carta de la insubordinación; no que Barack Obama desafiara el orden
establecido, sino que justo obvió la mediación convencional del partido para
negociar con esas élites económicas; dejándoles claro que él tenía suficiente
carácter, recursos y ambición para ganar esa apuesta, que efectivamente ganó.
Tampoco es que a Hillary Clinton le falte la ambición —eso está claro—, pero sí
el carácter y los recursos; lo que se ve en esa falta de imaginación, que le
Impediría apelar directamente a la juventud, y justo por medio de las
tecnologías; haciéndola depender del respaldo traicionero de esas élites —como
ahora—, bien prontas —también como ahora— a abandonarla por una apuesta más
atrevida.
También
como entonces pero en vísperas de las presidenciales del 2016, y esta vez por
parte del partido republicano, se repetiría la situación; menos obvio pero no menos consensuado, el establishment
se aprestaba a la confirmación sucesoria de la dinastía Busch. Sólo que como
entonces, un rico —desconocido en las arenas políticas— se juega la carta de la
insubordinación; con la singularidad de que su negociación con ese
establishment es de igual a igual, de rico elitista a rico elitista, no de administrador
de la burocracia política a su amo. En efecto, en una oposición diametral
perfecta, Donald Trump es el mismo establishment que hastiado de la ineficiencia
de sus administradores se postula a sí mismo; y la prueba estaría en el callado
apoyo que le ha valido su discurso extremista y grosero, incluso entre los mismos
que ofende. El problema con Trump sería esta insólita popularidad, que se
expande subrepticia bajo toda encuesta; en un sector también increíblemente
popular, sólo que humillado por la misma arrogancia y autosuficiencia que le
negó a Biden un margen que hubiera hecho su elección indiscutible en el 2000.
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El problema con Trump entonces residiría en
que más allá de él mismo estaría su representatividad del extremo
individualismo norteamericano; recuérdese que
Trump es básicamente un pillo legal, delincuente como toda aristocracia
fundacional, incluso o sobre todo la que consiguió el desarrollo industrial
norteamericano, o al menos puso las bases para el mismo con su expansión
territorial; y que ahora reacciona ante el inevitable proceso de
socialización de la estructura política en unas relaciones más efectivamente
democráticas. Pero con eso habría que tener cuidado, porque la contradicción
estaría en que fue en Estados Unidos donde la Modernidad pudo alcanzar su
realización apoteósica; que es por lo que también la decadencia de esta época es
o sería más agónica, como una transición a un estado completamente nuevo pero
no menos peligroso por ello. En definitiva, este carácter reaccionario que
representa la virulencia política de Trump es el de toda revolución; que lejos
de ser una progresión lineal es más bien una contracción, con la que se trata
de renovar los pactos fundacionales, supuestamente corrompidos por la administración
institucional.
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Al respecto, esta reacción es una salvaguarda válida contra el
peligro del corporativismo gubernamental; que es a lo que se opone con el suyo
propio como de individualidades concretas, en la misma tensión que siempre
existió entre los gobiernos centrales y las aristocracias rurales;
representadas en este caso por esas élites financieras que presionan sobre la
estructura política, desde las corporaciones como grupos de interés con un poder
efectivo que ponen en juego. La circunstancia, que apunta a una crisis novísima
del capitalismo, es extremadamente singular, porque la tensión es crítica y
máxima; hasta el punto de que no está claro quién o como va a prevalecer en esa
contienda que se avecina en el 2016, aunque sólo sea como un condicionamiento
de ese proceso natural de socialización de la estructura política.
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