Por Ignacio T. Granados Herrera
Criticar a Donald Trump es fácil y puede que hasta
grato, entenderlo es un poco más arduo y en ello debería ser más atractivo; no
por el axioma un poco snob a estas alturas de que sólo lo difícil es
estimulante, pero sí porque la dificultad suele esconder la comprensión más
eficiente de los problemas. De hecho y en este caso puntual, por ejemplo, Trump
no es ni siquiera un conservador en sentido estricto ni mucho menos un
republicano; por lo que el matiz ultra conservador de su discurso también
escondería ciertos matices en su triunfalismo, que es populista de algún
torcido modo. En realidad Trump encarnaría la tremenda capacidad de un individuo
para entorpecer el desarrollo progresivo de toda la estructura social; para lo cual,
lo que menos necesita es un discurso racional, que es una de las convenciones
más míticas e hipócritas de lo político. Esta lección que está dando Trump
gratuitamente —por lo que sería incluso altruista— es la que no aprendió el
llamado socialismo real; que resultando utópico para ajustar el de Moro como
literario, es paradójica y perversamente copiado por el capitalismo en sus
vicios corporativistas.
Trump no necesita tener razón, como no lo
necesitó ninguno de los fenómenos políticos que en el mundo han sido; pues bien
visto, el problema político sigue siendo el mismo desde aquellos días en el
legendario Sumer. Desde entonces, lo único que ha necesitado un fenómeno
político es la ineluctabilidad, bordada por su propia circunstancia; y la
utilidad de esta enseñanza, como sobre nuestra propia intrascendencia y
banalidad, sería la de corregir ese exceso de confianza de las élites
progresistas; que apelando a la supuesta obviedad de sus exigencias racionales,
se estrellarán siempre ante la tozudez de cualquier tipo, que ni siquiera tiene
que ser el más rico y poderoso, ni mucho menos el más inteligente. De lo que se
trataría es de otra lección de la diosa Paradoja, la de duros dedos que
relumbra en el puño de la realidad como su victoria; porque no hay sociedad ni
cultura que avance en su estructuralidad más rápido que el último de sus elementos.
Eso sería aún más complejo de lo que
parece, pues ese último de sus elementos
no tendría que ser necesariamente el de los pobres; cuya única dificultad es la
falta de recursos para alinearse en la misma convencionalidad que el resto, a
los que entonces es igual; sino que este último sería ese de la marginalidad
tan extrema que tan sólo con una cantidad suficiente de dinero puede convertirse
en el incordio de la estructura total, incluso si es por mero egoísmo. Cosas de
Paradoja al fin, la enseñanza no viene ni de la izquierda ni de la derecha, cuya
convencionalidad esconde la naturaleza que los iguala como meros
administradores; sino que viene de esa realidad misma del incordio, que insiste
en que la atiendan desde aquellos días del lejano Sumer a la aciaga elección
que perdiera Al Gore, y ahora la no menos insistencia de Hillary Clinton. Que
el Incordio de Trump y no la alegre amenaza de Bernie Sander sea la
contradicción política, indicaría lo lenta que va la evolución; que en vez de
precipitarse en radicalidades, lo más probable (es la realidad y no el patético
humano) es que acceda a algún tipo de mediación mediocre; como esa que ya se ha
insinuado, de un Joe Biden que obedezca a la tradición vice presidencial con la
legitimación de una Elizabeth Warren en el ticket.
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