Por Ignacio T. Granados Herrera
La crítica de nuestra banalidad es tan banal
como su objeto mismo, teniendo sentido como valor moral pero nada más; ya que en definitiva no comprende su origen y
determinación, siendo por tanto ineficiente
en su esfuerzo. Puede aplicársele entonces el principio de la física como un
axioma, en que la suma total de todas las fuerzas equivale a cero; que sería en
lo que logren ese equilibrio, que si bien precario es un orden y en su
continuidad sistemática una naturaleza. Tan abstrusa introducción es para
referirse a esos contradictorios tomos, críticos como recurrentes en su
moralismo sobre la superficialidad de la cultura contemporánea; menos
contradictorio y más sustancioso en el original La sociedad del espectáculo; y más visible y pueril La civilización del espectáculo de
Vargas Llosa, que es también el bestseller. Guy Louis Debord, marxista francés
de mediados del siglo XX y por ende estructuralista tardío, sería tan snob como
Vargas Llosa, el burgués latinoamericano que es también rey de corazones; y lo
cierto es que ambos ignoran la calidad formal de la cultura como naturaleza en
toda su positividad, si bien el primero la intuye u observa en su interés más
sistemático; y que explicaría ese carácter reproductivo de la reflexión
(reflejo), que alude a la representación de los fenómenos con otro sentido; que
atribuido o propio de la representación difiere en ello del original, como el
derivar el verbo latino especula del verbo espéculo (espejo).
Esta explicación no deja de ser abstrusa, pero
como la misma realidad que trata de comprender o explicar; y que por tanto
resultaría igual de incomprensible si se tuerce esta comprensión suya en la
simplificación. La sociedad es inevitablemente del espectáculo, porque como
cultura es el resultado de la reflexión de las determinaciones propias de la
realidad; a la que entonces reproduciría con un valor propio, que en tanto
humano es así su naturaleza como cultura, en ello artificial. Este es el
aspecto antropológico que explicaría esa extrema teatralidad ritualista de todo
lo humano, que al fin y al cabo es una liturgia invocando esas determinaciones
originales; sean estas la eucaristía del Cristianismo o la graduación
universitaria, que acuden al traje medieval para asentarse en su legitimidad.
El premio Nobel que ostenta Vargas Llosa apela al frac en su relativamente
mayor modernidad; porque en definitiva se trata de recursos formales, tan
patéticos en su superficialidad como el acto mismo que legitiman. En esa cuerda
de antropológico sentido común, antes que la crítica recurrida podrían haberse
preguntado por ese sentido; que sería incluso trascendente como un principio
metafísico o una dialéctica histórica, que para más burla vienen siendo lo
mismo. Ahí quizás se hubiera comprendido cómo el
origen mismo de la religión está en esta reflexividad de la cultura; que
reproduciendo el poder de lo sobrenatural —como principio propio de lo natural—
como potencia de las cosas se conforma como autoridad.
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De ahí, lo reproduciría
el gobierno civil en cuanto consiga desprenderse de la tutela religiosa, en la
forma de protocolos; que administran la legitimidad del sistema en la Moral como código de costumbres, igual que la
Iglesia aún administra el depósito de Gracia, por ejemplo; que producido por la
muerte de Cristo requiere de instancias que lo tramiten, desde la gran jurisdicción
de la diócesis a la pequeña filial de la parroquia; y que además se resuelve
como estilo de vida, que la alta burguesía mimetizará de la aristocracia no más
logra independizarse de su tutela; como mismo esta lo reprodujo de la religiosa
con su propia independencia, y que así como principio se proyectaría sobre la
pequeña burguesía como baja clase media. Es aquí donde debería producirse la gran
crisis, con la negación del principio por la acción contractiva de las clases
superiores; que por su avaricia constante impedirán de modo sistemático el desarrollo
de la baja clase media, como no lo pudo hacer la religión con la aristocracia
ni esta con la alta burguesía. Esta crisis, planteada por el Marxismo como toma
de conciencia por parte del proletariado, habría sido pospuesta inúmeras veces;
pero obviamente el punto de tensión máxima ocurriría al momento de esta
frustración, en que la pequeña burguesía
no consigue reproducir el estilo de vida de la alta. Una especie de perplejidad
histórica que atravesaría el conflicto mismo, para pervertir las relaciones en
el interior mismo de la sociedad socialista; incluso si estas relaciones son ya
políticas antes que económicas, pero que igual resultan en esa perversión de la
burocracia administrativa del estado, sea este político o económico.
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La perversión
del sistema es así un principio que lo rige, dando razón a esta banalidad de su
crítica continua; pero no eficacia, porque la crítica no evitaría la perversión
sino que aliviaría su culpa tras esa banalidad del substancialismo puritano. La
perversión como principio provendría del primer momento reflexivo mismo, en que
el Poder como potencia fue representado en el hieratismo imposible; que
asociándose a la autoridad identificaría el estilo con la substancia, cuando este
es necesariamente puntual y en ello relativo. Pero ese fenómeno, como la gran revolución del
proletariado es otro en el que convergen otras determinaciones; incapaces en la
utopía del llamado socialismo real de impedir este mimetismo, que es así
reflexivo y no un síntoma de corrupción o debilidad moral. Un fenómeno que reproducido
a su vez a lo largo de la evolución de las relaciones económicas, sería lo que
resuelva en definitiva los estilos de vida individuales; esos actos tan
patéticos y banales en su superficialidad que inevitablemente suscitan la
patética y banal superficialidad de su crítica, por parte de esos tan patéticos
y banales superficiales.
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