Thursday, August 6, 2020

El problema con la cultura de la cancelación

Respondiendo a Marissel Hernádez Romero

Como cultura de cancelación se conoce la práctica política de suprimir expresiones por su contenido ideológico; por lo que deviene en una práctica política eficaz, dirigida a redeterminar el pensamiento, entendido a su vez como una cultura. Eso no está descaminado, si en definitiva eso que entiende como cultura se refiere al espectro epistemológico a que se remite la reflexión; que en términos estrictamente políticos —no existenciales— es la que determina las políticas concretas con que se trata de redeterminar políticamente a la sociedad.

El problema está en este origen político mismo, porque careciendo de valor existencial, desconoce la base misma de los problemas que atiende; una deficiencia típica y recurrente, que explica las dificultades en que decae finalmente la sociedad moderna, en la contradicción última del capitalismo. No es casual entonces que el concepto aparezca como reacción a las proyecciones políticas de las élites intelectuales; aunque más exactamente se refiera a las élites intelectuales convencionalmente instituidas como una clase política.

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Esa diferencia es sutil pero importante, porque establece una clase intelectual que no pierde su vínculo de origen; en el sentido de que, no pasando por las convenciones institucionales, retiene su naturaleza popular original. Esta diferencia no habría existido hasta mediados del siglo XX, cuando estas élites ya se especializan en un valor institucional; por el que recuperan la voluntad que les diera origen durante el renacimiento carolingio, tratando de establecerse como una clase política.

Esto se refiere a su vez a ese origen de la cultura moderna, en la lenta transición del alto al bajo medioevo; que ocurriendo como apoteosis en entre los siglos VIII-X, en realidad habría comenzado con el establecimiento mismo de la era medieval, en el siglo V. Desde entonces, sobre todo con la cultura carolingia, la monarquía va a tratar de salirse de la tutela religiosa; para lo que va a crear su propia élite intelectualmente especializada y secular, de la que extrae su propia legitimación trascendente.

De ahí la proliferación de las escuelas palatinas, en competencia directa con las monásticas y catedralicias; y de las que proviene la creación de las universidades medievales, como preparación de la apoteosis en que culmina el medievo hacia los siglos XVII-XVIII. El problema es que en el entretanto, la cultura como realidad específicamente humana habría sufrido la tremenda transformación del cristianismo; que crearía un universo epistemológico nuevo, ya en la sujeción de la reflexión existencial a su organización ideológica en la doctrina cristiana.

De hecho, es en este ardid agustinita que el cristianismo incorpora su de otro modo incomprensible maniqueísmo; resolviéndose como una lucha a perpetuidad entre el bien y el mal, que como entes abstractos van a plantear el otro problema de la prevalencia del bien (Dios). Es a ese carácter convencional que el cristianismo debe su carácter dogmático y doctrinal, resolviéndose por una serie de mitos supuestamente necesarios; remitiendo todo problema al ejercicio de la autoridad, que es eminentemente político —referido al ejercicio del poder— y no intelectual.

Eso habría sido lo que hizo San Agustín, al ganar las controversias con los maniqueos, como mismo hizo Marx; y el efecto va a ser la reducción del espectro epistemológico a ese valor moral de la ideología, como doctrina definida por sus convenciones dogmáticas. La última evolución de este fenómeno sería esa cultura de la cancelación, basada en el reconocimiento de la interseccionalidad de los problemas sociales como políticos; pero como máxima abstracción del individuo a su valor social Corporativo), en detrimento de su excepcionalidad individual.

El problema con esta cultura, es que subordina al individuo en su función social, como mismo lo hizo el cristianismo; dando lugar, como este en su justificación del autoritarismo feudal, a la del autoritarismo político del estado. También en definitiva, el modelo socialista preconizado no pasa de ser un capitalismo de estado (corporativo); que se organiza en la administración autoría de la sociedad como realidad, a cargo de una élite especializada.

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Esta élite primero habría sido la aristocracia feudal, y es ahora la administración de las grandes corporaciones; que en competencia con el estado, genera su propia clase especializada de administradores (managers) como falsa burguesía. En los estados socialistas, esa falsa burguesía va a ser la del partido, y en ambos casos se alimenta de la intelectualidad institucional; que como tecnocracia, va a terminar por corromperse como la burguesía que imita en su dinámica, en la atención de sus propios intereses.

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Eso no puede verse, por la reducción del espectro reflexivo a la ideología, desconociendo la excepcionalidad individual; en tanto reduciendo esa individualidad a la abstracción de la clase, no le permite a ese individuo la percepción de esa individualidad de sus intereses. La cultura de la cancelación es así la imposición del mismo autoritarismo feudal, paralelo y en consonancia con el corporativismo postmoderno; que sea de parte del estado socialista o de los grandes capitales, se dirige a esa supresión de la individualidad.

Más allá de estas sutilezas, a grandes rasgos el problema con esta reducción marxista está en esa violencia ideológica; porque resulta en una fatalidad, por la que la dialéctica no llega a cumplirse nunca, sino que se repite a perpetuidad. Esto es, en la confrontación clasista que resulta de esa generación constante de una seudo burguesía corrupta; que sólo se va a eliminar con la generación de otra seudo burguesía igual de corruptible, por esa función tecnocrática que desconoce siempre toda individualidad.

Como en el caso del cristianismo, el debate se cierra por la negación dogmática de la supuesta supremacía moral; como cuando Dun Scotus silenciara las posibilidades existenciales y reflexivas del realismo con su especialización argumental, que por algo se llamó el doctor subtilis. El marxismo emana de nuestras universidades, y sella toda posibilidad reflexiva como en las medievales el agustinismo; más allá de ellos el individuo permanece incógnito en su supresión autoritaria, insobornable aunque sea a despecho por su innegable libertad individual.

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