Sunday, October 4, 2020

Nueva historia interminable para Francis Fukuyama

 

Roma no cayó abruptamente, sino disuelta entre los mil feudos bárbaros que la habían desnaturalizado; y la dinámica pareciera repetirse, con los Estados Unidos y los mil feudos bárbaros de su corporativismo. No obstante, la caída de poderes imperiales no responde siempre a los mismos impulsos; el de Alejandro Magno no se disolvió como el romano, sino por la muerte del líder inmediato, que no dejó estructura.

El del Kaiser era un impero débil de por sí, establecido sólo en términos muy convencionales, no de poder efectivo; y así sucesivamente, ningún imperio sucumbió por las mismas circunstancias, si ni siquiera se formó del mismo modo que los otros. No obstante, sí hay dinámicas constantes, que apuntan a la desintegración de un poder central en otros locales; que era el peligro que corre Norteamérica, con la desproporción en que crecen sus corporaciones, como poderes alternativos.

Hay algo que identifica a Estados Unidos con Roma, distinguiéndolo del imperio alejandrino y de cualquier otro; y que les hace sólo comparables al cataclismo minoico, por cuanto tienen de macro estructural en las transiciones que provocan. En el primer caso, el vacío provocado por el cataclismo minoico dio lugar a la primera apoteosis de la economía; que a partir de la expansión comercial fenicia, permitiría la organización secular de la sociedad, en el capitalismo.

En el segundo caso, el autoritarismo romano fue sobrepasado en su elefantiasis por la autosuficiencia de los bárbaros; que con énfasis en ese mismo modelo, conducirían al mayor estancamiento político de todos los tiempos, con la economía feudal. En ninguno de esos casos, la estructura en declinación se había constituido por un elemento que pudiera renovarla; a diferencia de Estados Unidos, cuyo esplendor es lo que marca el comienzo de la declinación de Occidente.

Eso es lo interesante, Roma marcó su fatalidad con el autoritarismo feudal con que Julio César funda el imperio; mientras que en estados Unidos, la naturaleza misma de su modelo republicano permite y alimenta las apuestas a su favor. Las intrigas políticas estadounidense son como las romanas, pero los estadounidenses no son como los romanos; son, de hecho, el reservorio de individualidad que puede contener el empuje feudal de la aristocracia corporativa.

Más allá incluso de las salvaguardas legales, la singularidad norteamericana reside en la de su cultura; formada por el desiderátum de todo lo que no se podía adaptar a la lenta reconfiguración política de la Modernidad.  Los políticos norteamericanos se mueven en la misma dirección de los romanos, pero ambos se proyectan sobre pueblos distintos; el pueblo romano fue fácilmente reducido a la condición proletaria, el norteamericano desconfía por naturaleza de la protección estatal.

Eso tiene su origen en la migración original, más parecida en su fundacionalismo al éxodo judío que al troyano; que es lo que se refleja en la segregación de una élite original entre nos norteamericanos, tal y como los judíos, pero no los romanos. La élite romana se funda y legitima en la tradición griega, que huye derrotada de Troya, siquiera como convención; no se forma en el lugar, o al menos no en la forma en que se legitima a sí misma, contrario a la norteamericana.

Los norteamericanos, en cambio, son como los judíos, el detritus inadaptable de la estructura tradicional; y hasta su misma integración ocurrirá a lo largo del tiempo, más bien como la confederación tribal de los judíos. También los griegos respondieron a esa dinámica, pero no los romanos, y eso es lo que singulariza a Norteamérica; como un residuo que nace en la apoteosis misma de la Modernidad y no con la Modernidad, por lo que puede ser la base del orden futuro.

Es decir, la actual crisis norteamericana se parece más a la que diera lugar al medioevo, con la lenta configuración del imperio carolingio; pero a partir de la desintegración definitiva de Europa, con la estabilización definitiva de los Estados Unidos. Son procesos que en todo caso sólo se aprecian al paso de los siglos, con tres de ellos como mínimo; que van desde la primera determinación a la apoteosis, siendo esta la nueva determinación de un nuevo proceso.

El de Estados Unidos no habría comenzado en el siglo XVI sino en el XIX, como el de Roma con Tarquino y no con Eneas o Ascanio; de hecho se habría tomado siglo y medio para consolidarse en su modelo republicano, con las últimas consecuencias de la Guerra civil; y otro siglo para alcanzar su apoteosis, marcando con ello la declinación de Occidente, pero en su propia gloria. Es a partir del último cuarto del siglo XX que Estados Unidos se apresta a su crisis definitiva, pero como un proceso de purificación; que en un reordenamiento definitivo de su estructura interna, se dirija entonces a una lenta declinación propia.

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