El mejor de
los mundos posibles es una teoría filosófica de Leibniz, que así se inscribe en
la corriente del idealismo trascendental; de hecho, aunque es todavía una
filosofía, es de base teológica, explicando en ello su trascendentalismo. La
teoría asume que este es el mejor de los mundos posibles, porque siendo obra de
Dios no puede ni siquiera ser mediocre; una argumentación de racionalidad
directa y simple, y por tanto susceptible de caer en las falacias continuas de
la sofística. A ello se debe el dramático escepticismo con que Voltaire
terminaría burlándose de ese optimismo, con el sarcasmo de su novela Cándido;
en la que el protagonista, bajo el mentorazgo de un leibniziano de burlas, se
expone al descalabro continuo en su choque con la realidad.
Sin embargo,
no hay que perder de vista que Voltaire es francés, pionero del humanismo
racionalista; y que en su exigencia de
positividad ignora —como Leibniz— el carácter representacional y por ende
extrapositivo del concepto de Dios. Es decir, si Dios —o lo divino— como
concepto es una representación sobre la determinación de la realidad, esta es
por tanto un orden; que resolviéndose en el equilibrio, por más precario que
este sea, resulta siempre de una contradicción de principios opuestos; siendo por
tanto no sólo un resultado positivo sino el mejor resultado posible, que en su
continuidad es dado como el mundo. Es decir, entendiendo que de esta oposición
puede resultar la no existencia del mundo, su propia realidad es un hecho positivo;
lo que no tiene nada que ver con las connotaciones morales con que le asume
en el Cándido o el Humanismo francés en general, que ese refiere a la candidez como virtud; sino
con la consistencia propia de lo real, de lo que es posible extraer una
reflexión moral, pero que no la postula por sí mismo.
El otro
problema recurrente aquí es el drama mismo del desastre al que se enfrenta siempre
el Cándido en su candidez; que como virtud, representa con espontánea eficacia el
estado de desconocimiento absoluto del Ser (cándido) respecto a su realidad.
Eso no sería sólo un silogismo, sino la paradoja por la que la reflexión de Voltaire le
habría sobrepasado a él mismo, explicándole su propia contradicción; ya que los
tropiezos del Cándido se refieren a su ignorancia sobre estas determinaciones,
y no a una naturaleza perversa de la realidad; que bien vista, sería tan absurda
como una bondad suya —que le hubiera atribuido Leibniz—, ya que la moral es
siempre una cualidad de lo humano. De hecho nuevamente, habría que entender que
Voltaire se mueve en el mundo de la cultura como realidad en cuanto humana y no
en cuanto tal; y que esa realidad en cuanto humana, teniendo sus determinaciones
en lo humano, sí poseería esa cualidad moral que desconoce lo real por sí
mismo.
Desde ese
punto de vista, el Cándido no tropieza con la realidad sino con su realidad,
que es distinta de aquella en el sentido humano; por lo que el burlesco doctor
Pangloss sí tendría razón, refiriéndose a la vida como esa capacidad continua
para participar de la realidad. De hecho otra vez, se sabe que el concepto de
Leibniz no es moral sino matemático, invalidando en esta referencia la burla
procaz de Voltaire; y es difícil que Voltaire desconociera esta diferencia,
remitiendo su burla a la mera manipulación retórica y el sofisma presocrático. Del
atractivo que tiene esa procacidad de Voltaire para el magisterio y su relevancia
en el apogeo moderno, es que se concluye el apocalipsis de la postmodernidad;
como ese fanguero donde cae por última vez el Cándido, empujado por el lápiz artero
de su autor al lago de su docta ignorancia.
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