Esto es más
bien una lamentación por Melania Trump, a propósito de la perversa analogía con
que se le alaba; que es negativa, porque se hace para resaltar el contraste con
la primera dama saliente, Michelle Obama. Por supuesto, el primer error fue la
hipocresía del falso liberalismo demócrata, que la ensalzó con esos falsos
valores del glamour y la belleza; a los que difícilmente podía obedecer, desde
que la belleza es un canon que basa su relatividad en la proporción de poder
que se detenta como clase política, y esta es blanca. No importa si se trataba
del acceso de un negro al poder, como era el caso de Barack Obama, era un falso
valor; primero, porque siendo todavía el primer presidente negro, era así una
excepción y no una regla; pero además, porque ni siquiera era negro lo que se
dice negro en puridad, sino más bien un blanco de piel oscura.
El
tratamiento a Michelle Obama como un ícono del glamour y la belleza, parece
entonces dirigido a disimular esta excepcionalidad; por la que el falso
liberalismo condicionó esa presidencia de Barack Obama justamente a su
capacidad para traicionar cualquier aspiración de su raza y hasta de su origen,
que es popular. Es contra esa falsedad contra la que reaccionó el racismo
tradicional, como a una provocación; más aún que a su propia índole racista,
porque esa era la prueba de la falacia liberal, mostrando los colmillos de su
corrupción. Michelle Obama es una gran mujer, porque llegó a donde llegó a
pesar de no responder a ese canon absurdo de belleza y glamour; y no sólo eso,
sino que a diferencia de su esposo, mantuvo su personalidad a todo lo largo de
ese puesto oficial al que nadie se postula y que te cae como una fatalidad; incluso
si también a diferencia de su esposo, tuvo esa consistencia porque no le
quedaba más remedio, porque como mujer no podía aspirar a que la vieran como al
blanquito oscuro.
Por eso,
pensar que con Melania Trump regresa a la Casa blanca una tradición .de glamour
y clase es risible; sobre todo porque eso no ha sido nunca una tradición, sino
una erupción casual, cuyo último episodio fue Nancy Reagan y no Laura Busch,
que era más bien una mujer normal; dígase incluso que más cercana a la campechanía
de Michelle que a la exquisitez de Jacqueline, aunque no bailara. Más grave
aún, la imagen de glamour que ofrece Melania es triste, porque es la propia de
la modelo de pasarela; es decir, la de la percha sin personalidad, preparada
para parecer y no para ser, la de la mujer insustancial. La misma Jackie a la
que se dice que recuerda era una mujer de mundo, que trabajó incluso como
editora de un magazine de relativa importancia; muy distinta de la carrera de
Melania, que —sin escuchar los comentarios maliciosos— ni siquiera tuvo un
portafolio importante en su carrera de modelo, más allá de algunas fotos
atrevidas. El atrevimiento no es el problema, puesto que cualquier cosa que
contravenga la moralina convencional es buena y sustanciosa; lo es la manera en
que se cierran los ojos para atribuirle una personalidad que no tiene,
ignorando el precio que paga por esa imagen de glamour, exquisitez y poder.
De hecho,
si Melania recuerda a Jackie, es a la Jackie Onassis y no a la Kennedy, a la
mujer humillada por un marido frustrado en su intento de penetrar las élites de
poder tradicional; que es lo que le permitió a la Jackie interponerse entre el
Aristóteles y la soprano maravillosa, en la que sí había intensidad. La gente
perdona y justifica a Jackie en su intento por asegurar el futuro de sus hijos,
como si estos hubieran sido amenazados por el hambre; y no es que sea
criticable, porque en un mundo cruel y despiadado, todo se vale con tal de tan
solo respirar, y nadie sabe lo que eso significa. Sin embargo, es cruel que
tenga que valerse de esta puerilidad y que su fuerza tenga que estar en ese
fingimiento de ser débiles; que es por lo que esto es una lamentación, tratando
de avergonzar a la estupidez del racismo más acérrimo y su consorte, la
superficialidad.
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