La cultura es de hecho la
redeterminación de la realidad con un sentido estrictamente humano, como una
naturaleza; que justo por eso es artificial, resultando en un orden singular, propio
y hasta exclusivo de la especie humana. Por supuesto, esta exclusividad es relativa
y se refiere sólo al sentido de esa naturaleza, que de hecho es expansiva;
incorporándose progresivamente todos los elementos propios de la realidad en
cuanto tal, a medida que logra atribuirles una función propia. Dentro de este
esfuerzo de redeterminación se encontraría la racionalización del
comportamiento, con vistas a regularlo convencionalmente; de modo que en esta
convencionalidad no rompa y dificulte lo menos posible el desarrollo continuo
de esa naturaleza especial; que por otra parte se resuelve en una práctica
sistemática, también de origen artificial, como un orden político y económico.
Eso explica la pronta definición de
fenómenos como el amor, que por su índole compulsiva tienen a disrumpir los órdenes
convencionales; con categorías que hoy pueden parecer ingenuas, pero que sin embargo
aún son funcionales en este sentido de su convencionalidad. Es absurdo pensar
que en estos momentos se comprenda ya de hecho algo tan elusivo y complejo como
los sentimientos humanos; pero también es absurdo mantener el mito romántico de
que estos son de suyo incomprensibles, como si no fueran parte de la realidad y
en ella se determinaran. En cualquier caso, la primera definición racional
permite un acercamiento más o menos ordenado a esta comprensión; y es cuando
los griegos lo dividen en las categorías de philial (familiar), eros (sexual) y
ágape (general).
No obstante, todas esas definiciones
están dadas por la relación del sujeto con el objeto en una función específica;
es decir, no por el sentimiento mismo, que es en lo que tendría un valor más
absoluto y propio, no condicionado. Como quiera que de todas formas, el
sentimiento es una propiedad del sujeto dado, habrá que convenir que su
naturaleza estaría dada por la unidad de este; y que esas diferencias sutiles
sólo tienen la función de evitar ambigüedades políticamente peligrosas, como en
la diferencia que los católicos hacen entre duleia
y latreia. Es así que el amor sería
siempre el mismo sentimiento, sólo distinguible por la intensidad y los
intereses que esta crea; pudiendo definirse en general dentro de la categoría
de Ágape, en relación con el placer que otorga y que se busca.
Eso no contradice para nada la
carencia de atracción sexual en las relaciones familiares, que ya se ha probado
que no es absoluta; desde que las mismas relaciones incestuosas siempre han
existido, por más que cada vez se les evite más con su regulación. De hecho,
esta cautela tiene un origen biológico, tratando de alimentar el pozo genético
de las especies en sus núcleos familiares; lo que en la realidad no culturalmente
determinada se consigue con el libre flujo de individuos, interrumpido con la
sistematización de las relaciones políticas y económicas. Por su parte, y dada
la extrema singularidad de la naturaleza humana, la amistad sería la categoría
básica, que partiendo de la relación familiar tendría su apoteosis en la
compulsión sexual; desde que la familia es el seno de las primeras relaciones
sociales y culturales, en la que se van formando y ordenando los sentimientos e
intereses.
En este esquema, se excluye
entonces la atracción sexual de esa primera categoría, pero sólo en principio;
ya que como se habría visto muchas veces, en casos de padres e hijos separados
al comienzo, pueden desarrollar esta atracción con el reencuentro en la
madurez; dejando claro que la atracción sólo es cohibida por las regulaciones
políticas, eliminadas en cuanto cambia la circunstancia de la relación misma.
Por su parte, instituciones no estrictamente naturales como el matrimonio tienen
origen político y económico; que es por lo que entran en conflicto directo con
la compulsividad de la atracción sexual, que se subordinan con las regulaciones
políticas; pero que, siendo estas de origen económico y no estrictamente
natural, tienden a ser insuficientes, como demuestran los múltiples casos de
violación de la ley.
El sexo en todo caso sería la
máxima expresión de la amistad, incluso si contiene la serie de dificultades
que le imponen las convenciones; ya que en definitiva, de lo que se trataría
sería siempre de los intereses concretos de las personas concretas de que se
trate, al margen de dicha convencionalidad. Eso no quiere decir que problemas
propios de su compulsividad no sean legítimos y compresibles, trátese de los
celos y el sentido de posesión; ya que en últimas, se trata de defender lo que
el individuo asume como su propiedad, incluso si en colisión directa con el otro
individuo comprometido. Eso se debe a que, trátese de un pozo genético, un
margen de seguridad político económica o el simple placer sexual, se trata
siempre de una fuente de bien estar; que cada quien va a defender del mejor
modo que pueda y sepa, puesto que la cultura no hace sino reproducir
formalmente los comportamientos estrictamente naturales.
Lo que es sin dudas excesivo es
atribuir connotaciones sublimes a la atracción sexual, que es la que determina
el deseo; ya que el concepto mismo de amor es una racionalización, todavía
insuficiente para la compleja situación que trata de explicar. Eso sí, y
tratando de entender el mismo origen cultural de este fenómeno, el amor es
demasiado voluble para confiarle instituciones tan importantes como la economía
y familia; siendo comprensible que, al margen de los intereses inevitablemente creados,
florezca la ilegalidad en las relaciones, cuyo dramatismo sería lo que le
aporte trascendencia y sublimidad. No es extraño que estas dificultades que
acompañan al amor fueran figuradas como demonios, en esta capacidad de disrumpir
el orden convencional; son la representación de toda compulsividad, negada con
la independencia de Lilit como naturaleza real en el sometimiento de Eva, que
es político y de sentido económico.
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