Barack Obama sorprendió al país con los acuerdos
políticos que había alcanzado con el gobierno cubano; que no eran en sí no eran
sorprendentes, al menos más allá del fasto con que se reabrían las embajadas;
pero sí lo era la revelación de que los mismos se debían a negociaciones
sostenidas —lo que es peor— a la sombra, a lo largo de todo un año. Más curiosa
aún sería la materia de tanta negociación, a la que Cuba no ha tenido que aportar
ni de hecho aporta nada; como si el interés fuera propio y exclusivo de los
norteamericanos, que obvia o aparentemente no lo necesitan. Eso es lo que hace
tenebroso este proceso, en el que es más lo que se implica que lo que se
negocia y dice; porque no sólo Cuba no recíproca el gesto, sino que cada vez
agudiza sus reclamos, como matriarca orgullosa ante el novio de la hija.
Qué es esa hija que el novio persigue tanto y
que tanta seguridad da a la matriarca, esa es la intriga de la novela; sobre la
que se especula con un amplio diapasón, que incluye desde el mercantilismo
chino hasta el espionaje ruso, sin que nada rebase la ficción periodística. Como
cereza coronando el postre de la administración Obama, ahora deroga la política
migratoria respecto a Cuba; al menos en la parte en que puede hacerlo, que es la
del decreto presidencial de la doctrina web
foot Vs dry foot, del también demócrata Bill Clinton. Es curioso el timing
de esta última medida de Obama, que la hace lucir apresurada y emergente; como
si hubiera estado destinada a la firma ejecutiva de madame Clinton, sólo
interrumpida por la sorpresa de Trump. La suspicacia la trae el simbolismo, al
que es tan afecto el partido demócrata con el vacío de su retórica; tras la que
se observa esa tenebrosa silueta del conservadurismo más artero, porque no apela
al individuo sino a su disolución.
Ese es el problema con el corporativismo, que
corrompe las garantías por las que Occidente huyó de sí mismo a su expansión
por estas Indias; y que secuestra la voluntad popular en la perversión paternalista
de su suprematismo moral. Es risible la idea de que Obama tenga poder real para
infligir un cambio tan drástico a la política exterior norteamericana; y que
incluye la ruptura con el alineamiento tradicional con Israel, no importa la
obscenidad de Bibi, que tampoco es un problema norteamericano. La vaciedad de
ese simbolismo de la administración Obama es cada vez más evidente, como si
cada vez les importará menos esa visibilidad; desde la ineficacia con que tuvo
que dejar que los republicanos le viciaran la reforma de salud, con la abierta
complicidad de sus correligionarios. Obama es así la vergüenza de su raza, si
es que vamos a sacar a relucir la raza; mucho mejor representada en el retiro digno
de Colin Power, y en la suficiencia de Condoleza Rice.
Para más vergüenza, Obama pudo reivindicarse
rompiendo con las mismas élites a las que responde, aunque lo detestan; e
infligir un cambio real a esa política estadounidense, con sólo que se
atreviera a endosar a Bernie Sanders en la campaña por la nominación presidencial.
Pero en vez de eso, dejó ver el precio que pagó por posar como un símbolo para
sostener la retórica del partido, más vacío en su guapura e hipocresía que
cualquiera de los modelos de una casa de moda. Queda por ver su ascendiente
real en el espectro de la cultura política norteamericana cuando se retire definitivamente
del podio presidencial; no ya en las conferencias de que vivirá, alimentando la
burbuja del falso liberalismo demócrata, que se sabe que eso es mercadeo; sino
en la prisa y la necesidad con que se le ofrezcan alianzas de peso real en su lujosa
mansión de Washington DC. Quiera Dios que no empuje a su esposa a la vergüenza
de reemplazar a una irrecuperable madame Clinton ante las presiones del
partido; que sigue pretendiendo imponer su simbolismo, sin darse cuenta que por
eso los impresentables republicanos les impusieron una superficie mayoría.
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