Independiente de su legitimidad, una
presidencia de Hillary Clinton parece inevitable, pero su impacto es más
confuso; porque incluso sí resultara en una movida cínica de las élites
económicas, aún estaría respondiendo a dinámicas naturales de la cultura. Se
trata entonces de entender el significado real del fenómeno político que es
Hillary Clinton, y de ahí a una ponderación sobre sus alcances; que explicando
la dinámica actual de la política, brindaría también la solución a sus
contradicciones. En primer lugar, está claro que se trata del desarrollo de una
nueva derecha, en la forma de un neo conservadurismo; que desprendiéndose del
liberalismo tradicional, concretaría el paso a una nueva etapa en la progresión
política de la cultura de Occidental.
Si alguien duda de eso, debe recordar que sin
negociación no hay progreso real, que es lo que importa; en tanto se trata de
la continuidad del fenómeno, que en este caso es la cultura como totalidad
sistemática; de la que los partidos son sólo la proyección formal —como
propiedades suyas—, en cuya complementariedad es que esta se resuelve, como una
estructura. En ese sentido, una victoria del liberalismo tradicional sobre su
corrupción elitista, probablemente habría sido un fenómeno muy radical;
resultando en una fractura del sistema, dada la virulencia de las
contradicciones que suscitaría. No se trata entonces de un mero chantaje
político, sino de la capacidad estructural de la cultura para sobrevivir sus propias
contradicciones; lo que a su vez, respondería al precario equilibrio en que se
resuelve todo fenómeno, por la relación de sus fuerzas centrípetas y
centrífugas.
Aceptable de este rocambolesco modo, quedaría
comprender los alcances de esta contradicción misma; ya que el hecho de que
ocurra, incluso como el menor de los males —que es lo que siempre ocurre—,
tendrá un impacto en la vida real de la gente. Primero, y como paréntesis, una
explicación sobre esa fatalidad de que siempre sea el menor de los males lo que
ocurra; ya que se trata de ese espacio de concesiones mínimas pero suficientes,
que resulta de toda negociación exitosa y sólida en su consistencia. Es en ese
sentido que una presidencia de Hillary Clinton sería una dimensión a tiempo, en
la que se pueden reorganizar los intereses contendientes en el espectro
político; una vez superada la contradicción planteada por el radicalismo
liberal de los senadores Bernie Sanders y Elizabeth Warren, con el compromiso
partidista.
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Sería absurdo, más que ingenuo, creer que el
partido demócrata va a respetar su compromiso político; la nominación
presidencial no la ganó el candidato de la élite en esta negociación ideológica,
sino en el forcejeo más brutal; enmascarada en esa negociación, que sin embargo
sirvió para definir las contradicciones en pugna. Es decir, su oposición
radical ya habría definido su propia identidad política, pudiendo organizarse
ahora como un contendiente maduro; que es la forma en que puede impulsar cambios
y reformas sin quebrar la estructura completa, ateniéndose a la
convencionalidad de la misma. Es esta convencionalidad lo que no habría que
identificar con el cinismo de las élites, y que es sólo la corrupción de la
misma; ya que la convencionalidad en sí alude sólo la naturaleza inteligente y
artificial (reflexiva) de la estructura política, en su propio carácter
cultural.
Aún, una presidencia de Hillary Clinton podría
ser incluso próspera, consiguiendo una distensión momentánea; que en la forma
de cierta estabilidad para los individuos, les permita una ponderación de sus
posibilidades reales, imposible en un estado de crisis total. Debe recordarse
que la presidencia de Bill Clinton fue exactamente próspera, aunque ese boost fuera el resultado inmediato de
las políticas de Reagan; que él pudo capitalizar antes de que este primer
desarrollo se pervirtiera en el período de mayor corrupción interesada, del
gobierno de Busch. De hecho, Clinton fue el gran vendedor de la ideología de
Reagan, lo que significa que no la impuso, sino que logró instrumentarla; y
aunque un mandato de Hillary no es necesariamente otro de Bill, esa es sin
dudas su escuela, la del pragmatismo político.
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Por otra parte, Hillary participa de ese
desarrollo natural, por el que los órdenes se corrompen en oligarquías
familiares; pero en lo que apunta a ser la experiencia culminante, por las
crispaciones que provoca la corrupción de las repúblicas por estas dinastías
políticas. También culminaría ese otro proceso necesario de integración de las
minorías funcionales, comenzado con la presidencia de Barack Obama; y el hecho
de que ambos ocurran como apuestas neoconservadoras es muy sano, ya que despoja
a las minorías de todo suprematismo moral, que es un elemento peligroso. En
este otro sentido, se verá que Clinton es sólo la última en la sucesión de
mujeres que acceden al poder ejecutivo; como decadencia incluso del proceso de
liberación, que así resulta en falsa, por la manipulación de su legitimidad.
En efecto, al respecto, véase nadie se refiere
a las precursoras, que se impusieron por el carácter; desde la Golda Meir de
Israel a la terribilísima de Thatcher que se masculiniza en el imaginario, la Mandela
que nunca fue presidenta o la Chamorro de Nicaragua. Hillary Clinton es de una
raza más débil, que depende de manipulaciones ideológicas y coaliciones
precarias, como Bachelet, la Murillo, la Kirchner o Dilma Russel; que sólo caen
presas de la corrupción de los mismos partidos que las imponen, incluso si nunca
logra imputárseles algo personal. Lo único que las élites necesitan de Clinton
es su legitimidad ejecutiva y no moral, siendo luego desechable como un
colateral; sin embargo, la realidad es más ancha que los intereses mezquinos, y
puede encontrar en ella este asidero a su propia precariedad.
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