Tuesday, September 6, 2016

Hillary Clinton en el espectro político norteamericano

Independiente de su legitimidad, una presidencia de Hillary Clinton parece inevitable, pero su impacto es más confuso; porque incluso sí resultara en una movida cínica de las élites económicas, aún estaría respondiendo a dinámicas naturales de la cultura. Se trata entonces de entender el significado real del fenómeno político que es Hillary Clinton, y de ahí a una ponderación sobre sus alcances; que explicando la dinámica actual de la política, brindaría también la solución a sus contradicciones. En primer lugar, está claro que se trata del desarrollo de una nueva derecha, en la forma de un neo conservadurismo; que desprendiéndose del liberalismo tradicional, concretaría el paso a una nueva etapa en la progresión política de la cultura de Occidental.

Si alguien duda de eso, debe recordar que sin negociación no hay progreso real, que es lo que importa; en tanto se trata de la continuidad del fenómeno, que en este caso es la cultura como totalidad sistemática; de la que los partidos son sólo la proyección formal —como propiedades suyas—, en cuya complementariedad es que esta se resuelve, como una estructura. En ese sentido, una victoria del liberalismo tradicional sobre su corrupción elitista, probablemente habría sido un fenómeno muy radical; resultando en una fractura del sistema, dada la virulencia de las contradicciones que suscitaría. No se trata entonces de un mero chantaje político, sino de la capacidad estructural de la cultura para sobrevivir sus propias contradicciones; lo que a su vez, respondería al precario equilibrio en que se resuelve todo fenómeno, por la relación de sus fuerzas centrípetas y centrífugas.

Aceptable de este rocambolesco modo, quedaría comprender los alcances de esta contradicción misma; ya que el hecho de que ocurra, incluso como el menor de los males —que es lo que siempre ocurre—, tendrá un impacto en la vida real de la gente. Primero, y como paréntesis, una explicación sobre esa fatalidad de que siempre sea el menor de los males lo que ocurra; ya que se trata de ese espacio de concesiones mínimas pero suficientes, que resulta de toda negociación exitosa y sólida en su consistencia. Es en ese sentido que una presidencia de Hillary Clinton sería una dimensión a tiempo, en la que se pueden reorganizar los intereses contendientes en el espectro político; una vez superada la contradicción planteada por el radicalismo liberal de los senadores Bernie Sanders y Elizabeth Warren, con el compromiso partidista.

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Sería absurdo, más que ingenuo, creer que el partido demócrata va a respetar su compromiso político; la nominación presidencial no la ganó el candidato de la élite en esta negociación ideológica, sino en el forcejeo más brutal; enmascarada en esa negociación, que sin embargo sirvió para definir las contradicciones en pugna. Es decir, su oposición radical ya habría definido su propia identidad política, pudiendo organizarse ahora como un contendiente maduro; que es la forma en que puede impulsar cambios y reformas sin quebrar la estructura completa, ateniéndose a la convencionalidad de la misma. Es esta convencionalidad lo que no habría que identificar con el cinismo de las élites, y que es sólo la corrupción de la misma; ya que la convencionalidad en sí alude sólo la naturaleza inteligente y artificial (reflexiva) de la estructura política, en su propio carácter cultural.

Aún, una presidencia de Hillary Clinton podría ser incluso próspera, consiguiendo una distensión momentánea; que en la forma de cierta estabilidad para los individuos, les permita una ponderación de sus posibilidades reales, imposible en un estado de crisis total. Debe recordarse que la presidencia de Bill Clinton fue exactamente próspera, aunque ese boost fuera el resultado inmediato de las políticas de Reagan; que él pudo capitalizar antes de que este primer desarrollo se pervirtiera en el período de mayor corrupción interesada, del gobierno de Busch. De hecho, Clinton fue el gran vendedor de la ideología de Reagan, lo que significa que no la impuso, sino que logró instrumentarla; y aunque un mandato de Hillary no es necesariamente otro de Bill, esa es sin dudas su escuela, la del pragmatismo político.

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Por otra parte, Hillary participa de ese desarrollo natural, por el que los órdenes se corrompen en oligarquías familiares; pero en lo que apunta a ser la experiencia culminante, por las crispaciones que provoca la corrupción de las repúblicas por estas dinastías políticas. También culminaría ese otro proceso necesario de integración de las minorías funcionales, comenzado con la presidencia de Barack Obama; y el hecho de que ambos ocurran como apuestas neoconservadoras es muy sano, ya que despoja a las minorías de todo suprematismo moral, que es un elemento peligroso. En este otro sentido, se verá que Clinton es sólo la última en la sucesión de mujeres que acceden al poder ejecutivo; como decadencia incluso del proceso de liberación, que así resulta en falsa, por la manipulación de su legitimidad.

En efecto, al respecto, véase nadie se refiere a las precursoras, que se impusieron por el carácter; desde la Golda Meir de Israel a la terribilísima de Thatcher que se masculiniza en el imaginario, la Mandela que nunca fue presidenta o la Chamorro de Nicaragua. Hillary Clinton es de una raza más débil, que depende de manipulaciones ideológicas y coaliciones precarias, como Bachelet, la Murillo, la Kirchner o Dilma Russel; que sólo caen presas de la corrupción de los mismos partidos que las imponen, incluso si nunca logra imputárseles algo personal. Lo único que las élites necesitan de Clinton es su legitimidad ejecutiva y no moral, siendo luego desechable como un colateral; sin embargo, la realidad es más ancha que los intereses mezquinos, y puede encontrar en ella este asidero a su propia precariedad. 

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