Por Ignacio T. Granados Herrera
Todo el mundo habla de una crisis del teatro en
Miami, entre la preocupación y el reclamo de apoyo que le permita sobrevivir;
como si no fuera hora ya de preguntarse si la culpa no es del teatro mismo y no
del público, que por algún motivo no lo apoya. Primero, el teatro puede ser un
fenómeno más en esa tradición del arte moderno; que simplemente entra en crisis
con la postmodernidad, porque su naturaleza es estrictamente moderna. No le pasó
con el cine, el radio ni la televisión, porque todos ellos no fueron pasos en
el mismo desarrollo; que es el de la Modernidad, como un tipo de cultura, que
como todo está sujeto a evolución y envejecimiento. En este contexto, la
preocupación de los críticos con sus gestos amanerados recuerda más bien la
ridiculez de las Pericas; el dolor de los directores recuerda la arrogancia de Agamenón,
cuando la realidad cansada de Clitemnestra le abofetea el centro mismo de la
vida.
Nada más natural que la preocupación ante lo
inevitable, pero también lo propio y eficiente sería el esfuerzo de adaptación;
que no se trata sólo de acomodarse a unas condiciones paupérrimas —lo que puede
ser realista—, sino también de ver cómo se participa de esa evolución; lo que
sí es un esfuerzo que sobrepasa el voluntarismo habitual, por el que las
empresas modernas sucumben con la misma Modernidad. Desgraciadamente estamos
acostumbrados a ese reclamo constante de apoyo, pero no a ver el aporte
consistente del teatro mismo; lo que lo convierte en un desaguadero, por donde
se escurrirá la poca ayuda que recaude, porque el único modo de multiplicarla
es aplicarla en provecho de la comunidad.
En este sentido, también es habitual acudir a
una importancia innata en el arte, que de ser cierta es estrictamente moderna;
por lo que sería la función que lo hace exactamente extemporáneo, y con ello
digno de morir con su tiempo. Además, esa importancia innata en el arte suele
esconder más bien la arrogancia de sus autores; que simplemente negados a
participar de la realidad, exigen que la gente les alimente la burbuja de sus
egos. La prueba está en esa recurrencia misma del argumento, como si no
necesitara mayor explicación en su obviedad; cuando lo único obvio es que esa
importancia no está tan clara, si en definitiva tiene que vivir mendigando la
ayuda.
Otra cosa y muy digna de mención es la fuerza
de voluntad, con la que los artistas persisten en su empresa por sobre toda
dificultad; pero estos esfuerzos legítimos se reconocen fácilmente, por la
dignidad con que enfrentan su dificultad. En Miami hay proyectos que consiguen hacer
propuestas de raigambre popular, sin perder en ello el elitismo inevitable a la
especialización intelectual; y con las que atraen un público más o menos fiel y
constante, sin necesidad de caer en el falso humor ni la chabacanería del
populismo vulgar; y eso en vez de estar restregándole a la gente la incultura,
con un elitismo malsano, que los margine a la vez que los hace responsable del
fracaso.
Esa es la diferencia, que explicaría el equilibrio
con que aunque tan precariamente como los demás, algunos sin embargo son
creíbles; sostenidos no sólo en la genialidad de un director —que puede ser
cierta pero también de su propia responsabilidad—, sino en ese culto al público
del que depende; y que no es el de los viejos compañeros de cuando se trabajaba
bajo la proyección del estado, a la que en un alarde de suficiencia se renunció.
También, a ese otro culto con el que sabe atraer y retener el apoyo de los colaboradores
que necesita; que es un esfuerzo basado en el respeto y el aprecio real de los
mismos, no sólo en el merecimiento o la propia idea de la propia genialidad. La
muerte del teatro en Miami va siendo una larga puesta, como la de la caída de Roldán
en Roncesvalles; así de lenta y bella en el patetismo, que anunciaba el apagón
de una época marcada por la tragedia y la obstinación, sólo solucionada con la
Modernidad que la repite.
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