Saturday, June 4, 2016

La teatralidad de la muerte del teatro en Miami

Por Ignacio T. Granados Herrera

Todo el mundo habla de una crisis del teatro en Miami, entre la preocupación y el reclamo de apoyo que le permita sobrevivir; como si no fuera hora ya de preguntarse si la culpa no es del teatro mismo y no del público, que por algún motivo no lo apoya. Primero, el teatro puede ser un fenómeno más en esa tradición del arte moderno; que simplemente entra en crisis con la postmodernidad, porque su naturaleza es estrictamente moderna. No le pasó con el cine, el radio ni la televisión, porque todos ellos no fueron pasos en el mismo desarrollo; que es el de la Modernidad, como un tipo de cultura, que como todo está sujeto a evolución y envejecimiento. En este contexto, la preocupación de los críticos con sus gestos amanerados recuerda más bien la ridiculez de las Pericas; el dolor de los directores recuerda la arrogancia de Agamenón, cuando la realidad cansada de Clitemnestra le abofetea el centro mismo de la vida.

Nada más natural que la preocupación ante lo inevitable, pero también lo propio y eficiente sería el esfuerzo de adaptación; que no se trata sólo de acomodarse a unas condiciones paupérrimas —lo que puede ser realista—, sino también de ver cómo se participa de esa evolución; lo que sí es un esfuerzo que sobrepasa el voluntarismo habitual, por el que las empresas modernas sucumben con la misma Modernidad. Desgraciadamente estamos acostumbrados a ese reclamo constante de apoyo, pero no a ver el aporte consistente del teatro mismo; lo que lo convierte en un desaguadero, por donde se escurrirá la poca ayuda que recaude, porque el único modo de multiplicarla es aplicarla en provecho de la comunidad.

En este sentido, también es habitual acudir a una importancia innata en el arte, que de ser cierta es estrictamente moderna; por lo que sería la función que lo hace exactamente extemporáneo, y con ello digno de morir con su tiempo. Además, esa importancia innata en el arte suele esconder más bien la arrogancia de sus autores; que simplemente negados a participar de la realidad, exigen que la gente les alimente la burbuja de sus egos. La prueba está en esa recurrencia misma del argumento, como si no necesitara mayor explicación en su obviedad; cuando lo único obvio es que esa importancia no está tan clara, si en definitiva tiene que vivir mendigando la ayuda.

Otra cosa y muy digna de mención es la fuerza de voluntad, con la que los artistas persisten en su empresa por sobre toda dificultad; pero estos esfuerzos legítimos se reconocen fácilmente, por la dignidad con que enfrentan su dificultad. En Miami hay proyectos que consiguen hacer propuestas de raigambre popular, sin perder en ello el elitismo inevitable a la especialización intelectual; y con las que atraen un público más o menos fiel y constante, sin necesidad de caer en el falso humor ni la chabacanería del populismo vulgar; y eso en vez de estar restregándole a la gente la incultura, con un elitismo malsano, que los margine a la vez que los hace responsable del fracaso.

Esa es la diferencia, que explicaría el equilibrio con que aunque tan precariamente como los demás, algunos sin embargo son creíbles; sostenidos no sólo en la genialidad de un director —que puede ser cierta pero también de su propia responsabilidad—, sino en ese culto al público del que depende; y que no es el de los viejos compañeros de cuando se trabajaba bajo la proyección del estado, a la que en un alarde de suficiencia se renunció. También, a ese otro culto con el que sabe atraer y retener el apoyo de los colaboradores que necesita; que es un esfuerzo basado en el respeto y el aprecio real de los mismos, no sólo en el merecimiento o la propia idea de la propia genialidad. La muerte del teatro en Miami va siendo una larga puesta, como la de la caída de Roldán en Roncesvalles; así de lenta y bella en el patetismo, que anunciaba el apagón de una época marcada por la tragedia y la obstinación, sólo solucionada con la Modernidad que la repite.

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