Por Ignacio T. Granados Herrera
La noticia es que se ha suspendido
la presentación del libro autobiográfico del bailarín cubano Carlos Acosta; y según
se ha desarrollado el caso, pareciera que la cultura cubana no consigue
madurar; al menos no lo suficiente como para asumir los cambios que necesita y
hasta exige, y que sin embargo frustra con esa inmadurez. No se trataría tanto
del sistema, ya conocido por su brutalidad y su naturaleza represiva; sino por
parte de un pueblo que, incluso con todas las posibilidades del mundo, no sabe
sino descarrilar su destino. No hay que equivocarse, cualquier reclamo que Acosta
le quiera hacer al régimen cubano es más que legítimo; tanto ese gobierno como
la luminaria que defiende, Alicia Alonso, son congénitamente perversos y
racistas.
Fue por eso que Acosta resultó más
que afortunado cuando el mundo le ofreció la oportunidad de desarrollar su
increíble talento; hasta el punto de reinar en el Royal Ballet de Londres,
llegando a ser nombrado con una orden de honor por la reina de Inglaterra. Sin
embargo, aquí es donde asoma su cabeza fea la fatalidad de una cultura que se
cantó la letra así misma con la bromita aquella de querer ser extranjero como
una profesión; porque no más alcanzando la cumbre de su éxito, he aquí que
Acosta trata de volver a ese pueblo suyo —que es el que es racista— restregándole
su éxito con la misma mezquindad que aquel se la negara.
Está claro que el talento de Acosta
se limita a su maravilloso arte, pero también que carece de la sutileza que lo
haga eficazmente político; cuando para dirigir una compañía hace falta un indiscutible
talento político, sobre todo si se trata de un entorno tan complejo y movedizo
como el cubano. El problema de Acosta habría sido entonces que su resentimiento
no le permitió sobreponerse a las dificultades de su vida; en la que el racismo
es apenas una dificultad natural —ni siquiera especial— dado ese entorno suyo.
Para poder sobreponerse a esa fatalidad, Acosta tendría que haber sido generoso
con la vida y no rebajarse a la mezquindad de sus enemigos; pero él justo no le
perdonó a la vida esa piedra que fue la Alonso, ni siquiera porque le acercó un
poco —aunque fuera a regañadientes— a su esplendorosa realización.
No es que Alicia Alonso no merezca la
bofetada sin mano de esa biografía de Acosta, es el talento de Acosta el que no
merece esta humillación; a la que se expuso el bailarín, como si desconociera
la naturaleza terrible de ese régimen al que se enfrentaba ladino por tan poca
cosa, queriendo bailar en casa del trompo. Es absurdo que el régimen cubano le
fuera a poner esa zancadilla a la mayor autoridad de ballet clásico en sus
predios; y Acosta habría pecado de soberbio, exhibiendo esa arrogancia en un
medio que no duda en acudir a la violencia para reprimir contestatarios, en una
impunidad otorgada por estas sinuosas victorias como la de Acosta.
Acosta pudo mantener un bajo
perfil, pero prefirió negociar con el mal, ignorando que el mal nunca pierde; justo
porque es tan inconsistente que escabulle el cuerpo y hace imposible encajarle
el golpe, no importa lo bien medido o merecido. La inteligencia es un requisito
indispensable del talento político, y este lo es para sobrevivir con tanta
personalidad en Cuba; la buena noticia es que no es necesario, y para Acosta lo
era menos todavía, siendo su triunfo indiscutible la más soberbia humillación
de la Alonso; al menos así fue como pasó con los grandísimos maestros, que
emigrados de la prepotencia proletaria sentaron escuela, justo por no
desgastarse en esas mezquindades.
Esta inconsistencia suya —que lo
iguala a sus enemigos— era ya patente en la soberbia con que Acosta aludía a su
propia excepcionalidad profesional; sobre la base de que era negro,
heterosexual y masculino, con esa insolidaridad de género para con homosexuales
y afeminados. Por otra parte, si tan importante es su peculiaridad racial como
para alegrarse de ella, no debería extrañarle que quienes la ven como dificultad
lo marginaran por ello; que es en lo que el chiste de la ciudadanía sueca es
una magnífica metáfora, pero no por lo racial sino porque aludiría a ese
carácter supuestamente civilizado que haría superior a los suecos; quienes en
su desarrollo político y ético son tan distintos de esa generalidad a que se ha
reducido el pueblo cubano en su ansia de extranjería, tan comprensible como
vulgar.
Ninguna puesta más hermosa que esa
escenificación de Carmen en el Gran Teatro de la Habana, que justo se llama Alicia
Alonso; pena que se malograra con tan sucia pirueté, capaz de envalentonar a
quienes sin dudas ya estaban a punto de rendirse fatigados. Quizás le sirva
para comprender que Numancia se perdió, y que negociar a veces es heroico por
el nivel de humanidad que comprende; si al final, de nada nos vale
distanciarnos de un enemigo que nos iguala en esa necesidad de vencerlo, que es
lo que lo hace invencible en nuestra debilidad. Enseñanza vital para los
negros, que como el sublime Acosta penan por vivir como los blancos; sin darse
cuenta que es en eso en lo que han sido por siempre quebrados, porque es en
ello que han perdido su propia y preciosa humanidad.
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