Por Ignacio T. Granados Herrera
Afortunadamente es fácil sustraerse
a la realidad cubana, que es como una fatalidad frustrada ante la voluntad de
vivir del individuo; afortunadamente también no es tan fácil sustraerse a la
compleja coyuntura de sus nuevas relaciones con los Estados Unidos, que exceden
en su excepcionalismo natural la nimiedad de la isla. No por el contraste entre
la enormidad y la pequeñez, que siempre se corrompe en esa metáfora perversa de
David y Goliat; sino porque es justo en esa inclinación en que el gigante
condesciende a ver al mezquino que se cumple su grandeza. Esa es la fuerza de
Obama, por más que resulte paradójica, y la tomen como debilidad, tanto críticos
como apologetas; porque contra la violenta mezquindad del enano, la
inteligencia del gigante consigue más que su fuerza, desraizando incluso
moralmente al pequeño chantajista; que es lo que se ve en esta sonriente
gentileza con que el señor presidente Barack Obama paga las deudas
contraídas con su primera campaña presidencial; desde la firma de los tratados de libre
comercio, en los que invirtió su enorme capital político, del que aún le quedan
remanentes; y hasta esta altanera claudicación del David de opereta del Caribe,
que tiene que acceder a la invasión no violenta de sus playas.
La crítica a Obama se ha exacerbado
con el caso cubano, como una muestra de su extrema debilidad; se le critica,
por ejemplo, haber hecho todas las concesiones sin que Cuba reciprocara en forma alguna; y hasta se le achaca cierto servilismo, ante el grosero desdén
con que lo trataría su contraparte cubana. El problema con la crítica a Obama
es justo el de su inmadurez e inconsistencia, porque es reactiva y por tanto
carece de organicidad; se concentra en la nulidad de su persona, obviando la
genialidad —como comienzo— de un individuo capaz de reordenar las fuerzas políticas
a su favor. Más allá de eso aún, ante el grosero desdén cubano, Obama habría
sido capaz de forzar a ese país al armisticio; se ha negado a seguir jugando el
papel ficticio del enemigo, y lo ha sabido hacer con firmeza y constancia. Si
se piensa que Cuba no ha concedido nada, véase que ha hecho la única concesión
importante al sentarse a negociar; lo que, si bien es una salida oportunista
para el gobierno cubano, no es menos cierto que hasta ahora habían podido jugar
a la Numancia con esa opera fingida del seudo David.
La debilidad de Obama resultó
entonces nuevamente su fortaleza, no importan las torpezas protocolarias que le
descubren continuamente; una maestra del protocolo como Hillary Clinton no
habría conseguido esa rendición flagrante del gobierno cubano, justo por su
rigidez tan convencional. Precisamente, a diferencia de Hillary Clinton, Obama
puede haberle ganado las elecciones justo por esta debilidad patente; por la
que habría podido arrastrarse entre las filas enemigas, invisible de tan débil,
hasta plantar su pica en Flandes y reclamar su cabeza de playa; mientras su
oponente apenas soportaría el peso de la armadura reluciente, sobre el caballo
que la destacaba como el blanco perfecto. Difícil que Hillary consiguiera la
jugada aviesa de la firma de los tratados comerciales, y menos tener todavía
fuerzas para desembarcar en La Habana; muchísimo menos para dejar con un palmo
de narices a los halconcillos guerreros del exilio cubano, que nunca acababan
de emplumar.
En este punto, conviene entonces
volver a la confrontación primera entre Obama e Hillary, por lo que tiene de
abierta negociación y contraste; no entre ellos, que eran sólo los postulantes,
sino entre los poderes reales que deciden en últimas la elección, y para los
que el electorado sólo es el score test de los candidatos. Sería un error aquí
pensar que Obama ofreció alguna otra cosa que su inteligencia al postularse
para la presidencia del país; tampoco era necesario otra cosa, como se ve cuando
confrontado con la posibilidad, un mucho más prestigioso Colin Powel renuncia a
la vida política. Obama, con su manierismo excesivo y su retórica —de un
intelectualismo pragmático contrario al moralista de Al Gore— ofreció una
gobernabilidad fácil y en ello útil para los aviesos planes del corporativismo
postmoderno; que es neo feudal, pero depende de la gobernabilidad, cuando esta
depende a su vez del prestigio y el carisma, el ascendiente mediático del líder
comprometido. Así, cuando Raúl Castro rechaza el abrazo zorruno del presidente
Obama se está humillando a sí mismo en la más vergonzosa capitulación; la de su
impotencia ante la voluntad de los estados Unidos de América —que no es Obama—
y que sólo puede mostrar su fuerza en la debilidad de su presidente.
No comments:
Post a Comment