Thursday, December 17, 2015

Fahrenheit 451

Por Ignacio T. Granados Herrera

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La imagen de que 451 Fahrenheit es a la temperatura a la que arde la inteligencia es muy poderosa, no importa su naturaleza literaria; no por gusto toda una tradición militarista nos lo ha recordado con sus quemas de libros, nacidas en el ánimo inquisitorial de sistemas abiertamente represivos; lo mismo por sus antecedentes en el catolicismo medieval que por el otro de la repetida destrucción de la biblioteca de Alejandría, anterior aún. Sin embargo, la terrible metáfora de Bradbury no rebasa las fronteras de la cultura moderna, que es lo que le preocupa; y reducir la alarma a la objetualidad del libro es así crear otra convención, como un índice de mediocridad insuperable, de valor también inquisitorial. Lo cierto es que para Bradbury, como para todo moderno, el libro simboliza la inteligencia porque fue su soporte natural en la Modernidad; y no sólo entonces, sino que incluso desde mucho antes, cuando comenzara a gestarse esa modernidad en la antigüedad clásica. En rigor, cuando los arcaicos sumerios imprimían cuñas en el barro hacían lo que los clásicos griegos con sus punzones sobre las tablillas enceradas; y ambos repetían el gesto egipcio con sus pinceles sobre el papiro, sentando los fundamentos del poder reflexivo de la literatura moderna.

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Sin embargo, también en rigor, ese poder reflexivo de la literatura moderna fue ofensivamente ignorado a lo largo de toda la modernidad; antes bien fue reducido a una facultad discursiva, que sólo en segundo y no en primer lugar tenía connotaciones reflexivas; dependiendo así la inteligencia de la mediación individual para concretarse como una reflexión efectiva en cada caso, adquiriendo en ello y no en otra cosa su valor simbólico. No por gusto, y siempre en rigor, las ofensivísimas quemas de libros no eran de todos los libros sino que obedecían a un criterio de discriminación; por lo que si la inteligencia estaba efectivamente asociada al libro, permanecía aún en los permitidos que escapaban a la destrucción. De hecho eso es lo que habría ocurrido, por lo que la crítica al acto inquisitorial es banal y simplista; si por su propio valor objetivo la inteligencia permanece incluso en los libros que no se queman, porque en definitiva el libro es sólo el soporte externo de la reflexión y no la reflexión misma. A partir de ahí, la misma alarma por la desaparición de los hábitos de lectura sería banal y simplista; ya que la pertinencia del libro como soporte reflexivo puede muy bien ser obsoleta, y persistir sólo por su sentido económico, como símbolo de estatus.

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No importa la antigüedad de la práctica de la escritura, la de lectura sólo fue popular desde mediados del siglo XVIII; hasta entonces la literatura era de carácter sobre todo oral, incluso si ya entonces el libro levantaba sospechas y preocupaciones inquisitoriales; porque esas preocupaciones no eran provocadas por el objeto en sí sino por la individualidad a cuya reflexión servía de soporte. Para ser exacta y rigurosa, no solamente simbólica, la imagen de Bradbury debía establecer la temperatura a la que arde el pensamiento humano; porque aunque la simbología es pertinente es también convencional, como la preocupación que trata de preservar una cultura del libro. De hecho el valor creciente del libro sólo sería político en segundo lugar, debiendo su popularidad a los avances tecnológicos que permitieron su desarrollo como industria; mediando todavía un par de siglos, desde la aparición de la imprenta de tipos móviles a esa apoteosis cultural de su consumo como un fenómeno popular; redundando en capital por su impacto en la redeterminación económica de las relaciones políticas, dado como un valor añadido. La preocupación por una paulatina desaparición del libro en estos días sería entonces primeramente económica; ya que como todo producto que participa del entramado comercial, su desaparición requiere ajustes más o menos traumáticos. 

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Al margen de eso, el valor político que se le atribuye directamente debería ser más bien preocupante que festivo, por su carácter necesariamente reaccionario; en tanto se trata de sujetar la inteligencia a los medios tradicionales de manipulación doctrinal, visto los diferentes parámetros que debe superar un escritor para imponerse en la maquinaria comercial de la industria; que sujetando al individuo al parámetro convencional del éxito, tiene así la capacidad para regular su discurso y con ello su propio alcance reflexivo. La prueba de esa perversión estaría en el submundo comercial creado alrededor del libro como su cultura, y que en realidad codifica el sinnúmero de intereses —todos comerciales— que lo sostiene; comenzando por el mercado paralelo de los talleres literarios, con el que algunos autores tratan de sustraerse a las presiones del mundo laboral; pasando por el trasiego de parafernalia, semejante al de milagrería y reliquias del catolicismo medieval; y terminando por el culto de personalidades, como en la más tradicional de las hagiografías religiosas; que se dirigen siempre al jesuitismo de la imitación de Cristo, con la figura desmañada del escritor como auto redentor por su aparente inconvencionalidad. Todavía, esa preocupación perversa por la desvalorización económica del libro tendría otros efectos no menos reaccionarios; como es la negación de la suficiencia de la reflexión, que ya podría sostenerse a sí misma sin necesidad de ese soporte ya convencional, con el avance indiscutible del poder auto referencial del pensamiento humano.

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Se trataría de la otra posibilidad de que la cantidad de pensamiento generado en toda la historia de la cultura haya creado una masa crítica; que por sus propias dimensiones permitiría la reflexión sin tener que recurrir a convenciones formales como las establecidas por la tradición libresca, siempre susceptibles de manipulación doctrinal. En ese caso, incluso los juegos crearían dinámicas reflexivas que redunden en una independencia de criterio del individuo; por el desarrollo de esta suficiencia reflexiva, que lo pondría a resguardo de la influencia —y por ende los intereses— de otros individuos o élites. Una actualización de la imagen poderosa de Bradbury requeriría entonces su inversión de sentido, con un valor paradójico; estableciendo que dada la convencionalidad del acto mismo de lectura y su efecto de adocenamiento, es a 451 Fahrenheit que revive la inteligencia, con la liberación del espíritu humano.

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