Por Ignacio T. Granados Herrera
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La imagen de que 451 Fahrenheit es a la
temperatura a la que arde la inteligencia es muy poderosa, no importa su
naturaleza literaria; no por gusto toda una tradición militarista nos lo ha
recordado con sus quemas de libros, nacidas en el ánimo inquisitorial de
sistemas abiertamente represivos; lo mismo por sus antecedentes en el
catolicismo medieval que por el otro de la repetida destrucción de la
biblioteca de Alejandría, anterior aún. Sin embargo, la terrible metáfora de
Bradbury no rebasa las fronteras de la cultura moderna, que es lo que le
preocupa; y reducir la alarma a la objetualidad del libro es así crear otra
convención, como un índice de mediocridad insuperable, de valor también inquisitorial.
Lo cierto es que para Bradbury, como para todo moderno, el libro simboliza la inteligencia
porque fue su soporte natural en la Modernidad; y no sólo entonces, sino que incluso
desde mucho antes, cuando comenzara a gestarse esa modernidad en la antigüedad
clásica. En rigor, cuando los arcaicos sumerios imprimían cuñas en el barro
hacían lo que los clásicos griegos con sus punzones sobre las tablillas
enceradas; y ambos repetían el gesto egipcio con sus pinceles sobre el papiro,
sentando los fundamentos del poder reflexivo de la literatura moderna.
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Sin embargo, también en rigor, ese poder
reflexivo de la literatura moderna fue ofensivamente ignorado a lo largo de
toda la modernidad; antes bien fue reducido a una facultad discursiva, que sólo
en segundo y no en primer lugar tenía connotaciones reflexivas; dependiendo así
la inteligencia de la mediación individual para concretarse como una reflexión
efectiva en cada caso, adquiriendo en ello y no en otra cosa su valor
simbólico. No por gusto, y siempre en rigor, las ofensivísimas quemas de libros
no eran de todos los libros sino que obedecían a un criterio de discriminación;
por lo que si la inteligencia estaba efectivamente asociada al libro,
permanecía aún en los permitidos que escapaban a la destrucción. De hecho eso
es lo que habría ocurrido, por lo que la crítica al acto inquisitorial es banal
y simplista; si por su propio valor objetivo la inteligencia permanece incluso
en los libros que no se queman, porque en definitiva el libro es sólo el
soporte externo de la reflexión y no la reflexión misma. A partir de ahí, la
misma alarma por la desaparición de los hábitos de lectura sería banal y
simplista; ya que la pertinencia del libro como soporte reflexivo puede muy
bien ser obsoleta, y persistir sólo por su sentido económico, como símbolo de
estatus.
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No importa la antigüedad de la práctica de la
escritura, la de lectura sólo fue popular desde mediados del siglo XVIII; hasta
entonces la literatura era de carácter sobre todo oral, incluso si ya entonces
el libro levantaba sospechas y preocupaciones inquisitoriales; porque esas
preocupaciones no eran provocadas por el objeto en sí sino por la individualidad
a cuya reflexión servía de soporte. Para ser exacta y rigurosa, no solamente
simbólica, la imagen de Bradbury debía establecer la temperatura a la que arde
el pensamiento humano; porque aunque la simbología es pertinente es también
convencional, como la preocupación que trata de preservar una cultura del
libro. De hecho el valor creciente del libro sólo sería político en segundo
lugar, debiendo su popularidad a los avances tecnológicos que permitieron su
desarrollo como industria; mediando todavía un par de siglos, desde la
aparición de la imprenta de tipos móviles a esa apoteosis cultural de su
consumo como un fenómeno popular; redundando en capital por su impacto en la redeterminación
económica de las relaciones políticas, dado como un valor añadido. La preocupación por una paulatina desaparición del
libro en estos días sería entonces primeramente económica; ya que como todo
producto que participa del entramado comercial, su desaparición requiere
ajustes más o menos traumáticos.
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Al margen de eso, el valor político que se le
atribuye directamente debería ser más bien preocupante que festivo, por su
carácter necesariamente reaccionario; en tanto se trata de sujetar la inteligencia
a los medios tradicionales de manipulación doctrinal, visto los diferentes
parámetros que debe superar un escritor para imponerse en la maquinaria
comercial de la industria; que sujetando al individuo al parámetro convencional
del éxito, tiene así la capacidad para regular su discurso y con ello su propio
alcance reflexivo. La prueba de esa perversión estaría en el submundo
comercial creado alrededor del libro como su cultura, y que en realidad
codifica el sinnúmero de intereses —todos comerciales— que lo sostiene; comenzando
por el mercado paralelo de los talleres literarios, con el que algunos autores
tratan de sustraerse a las presiones del mundo laboral; pasando por el trasiego
de parafernalia, semejante al de milagrería y reliquias del catolicismo
medieval; y terminando por el culto de personalidades, como en la más
tradicional de las hagiografías religiosas; que se dirigen siempre al
jesuitismo de la imitación de Cristo, con la figura desmañada del escritor como
auto redentor por su aparente inconvencionalidad. Todavía, esa preocupación
perversa por la desvalorización económica del libro tendría otros efectos no
menos reaccionarios; como es la negación de la suficiencia de la reflexión, que
ya podría sostenerse a sí misma sin necesidad de ese soporte ya convencional,
con el avance indiscutible del poder auto referencial del pensamiento humano.
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Se trataría de la otra posibilidad de que la
cantidad de pensamiento generado en toda la historia de la cultura haya creado
una masa crítica; que por sus propias dimensiones permitiría la reflexión sin
tener que recurrir a convenciones formales como las establecidas por la
tradición libresca, siempre susceptibles de manipulación doctrinal. En ese
caso, incluso los juegos crearían dinámicas reflexivas que redunden en una
independencia de criterio del individuo; por el desarrollo de esta suficiencia
reflexiva, que lo pondría a resguardo de la influencia —y por ende los
intereses— de otros individuos o élites. Una actualización de la imagen
poderosa de Bradbury requeriría entonces su inversión de sentido, con un valor
paradójico; estableciendo que dada la convencionalidad del acto mismo de
lectura y su efecto de adocenamiento, es a 451 Fahrenheit que revive la inteligencia,
con la liberación del espíritu humano.
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