Por
Ignacio T. Granados Herrera
Con ese
sentido mágico y vulgar con que Miami insiste en darle la razón a Trump sin que
la tenga, ahora nuestra Tv se gasta una actriz politóloga; que gracias a sus
relaciones personales y el poco sentido de algún administrador, se ha soltado
las trenzas y olvidado el pudor para decir sandeces. No es la primera ni será
la última, igual que el dicho programa de vanidades que la exhibe, ni lo
espeluznante es que le diera la razón a Trump; lo terrible es el razonamiento
que sigue, y que por la simplonería y el poder del medio logra sentar la media
del debate en la ciudad con ese falso populismo que es ahora la vulgaridad. La
politóloga se saca in As de la manga de su sagacidad, y afirma primero que
Trump es inteligente en sus despropósitos; no sólo eso, justifica esa
inteligencia en el hecho irrebatible de que es multimillonario, como si la trapacería
significara inteligencia. Luego aún, confundiendo de esa manera inteligencia
con arrogancia, despotrica demostrando esa sagacidad del señor del peluquín;
afirmando que en realidad a Trump no le preocupa ni debiera preocuparle su
discurso, por más que sea político, ya que quienes lo critican no cuentan en su
proyecto —más bien despropósito— político.
Que
conste que esto no es un llanto acongojado por la ofensa a una cultura latina
que se goza en este mismo tipo de despropósito;
es una propuesta por el nivel de barbarismo a que hemos permitido que se
rebaje nuestra proyección cultural, secuestrada por cuatro gatos con acceso al libre
mercado. El séquito de la politóloga ha llegado a exhibir con orgullo una carta,
en la que el desagradabilísimo hace gala de su mendacidad y arrogancia;
respondiendo al distanciamiento de una compañía conocida por su identificación
mayoritaria con la cultura latina, con una miopía tan lastimosa como culpable.
La politóloga olvida que la clase política no es hipócrita por mero gusto sino
por necesidad, porque toda proyección en ese sentido depende de una red de
alianzas; en la que cuentan no sólo los intereses del mendaz que gane la contienda,
sino también de los otros más vulnerables y que han tenido que conformarse con
los infinitos asientos de las infinitas legislaturas y cortes con que cuenta el
país, aparte de las de nivel federal mismo.
Semejante
simplonería tiene o tendría su explicación lógica, justo —por más que nos
disguste— en la cultura de origen de la politóloga; cuya tradición de
autoritarismo no concibe que el supremo poder del César sea contradicho a nivel
alguno, por más que su misma actuación impune en los medios sea un ejemplo de
la tolerancia que la rodea. De hecho, la politóloga y su séquito de analistas
de carpa cirquense parecen creer que se burlan de esa ingenuidad por la que la
democracia es una estructura meritocrática; es decir ignoran que la democracia
no cree en el mérito sino en la fuerza de los intereses, y que es por lo que a
los altaneros como a Trump les va tan mal en política como bien en los
negocios. Curiosa y puntualmente, este es un votante definido por su
demografía, como cubano blanco, casi siempre republicano; ¿cómo es que todas
esas características coinciden tan puntual como recurrentemente no es o no
debería ser un misterio, no importa la contradicción con que se describen a sí
mismo como gente democrática, gozando de derechos que para ellos ganó el
liberalismo tradicional y no ese falso conservadurismo que los define por su
ideología cuasi fascista.
Una de las joyitas en el
séquito de esta politóloga, es la que afirma que Trump no es racista pues su
certamen premia a muchas latinas; a las que impulsa sus carreras de modelo —is
that actually a career and not a business, Oh my God!—, consiguiéndoles
apartamentos en New York y residencia estadounidense; porque para ellos —en un
pensamiento con el que juzgan al mundo entero—, integrarse como una pieza más
en esa maquinaria es la cumbre del éxito. La politóloga y su séquito de banalidades se equivocan, y su mismo error
sólo es peligroso por ese poder perverso de la caja boba; ya antes otra actriz
politóloga se había ajustado las gafas en la punta de la nariz, para afirmar
muy seria que el exabrupto híper racista del desagradable de Rodner Figueroa
era un asunto de libertad de expresión; otra aún, esta vez cantante, usaba su
libertad de expresión para alertar del racismo con que los negros suelen ponerse
bajo los bastones de los policías mayormente blancos. Todo eso es incontestable
de tan obtuso y pareciera irrelevante, pero es otra muestra de la obscenidad sistemática
con que los medios reconfiguran nuestra cultura ideológicamente; aparte de esa arrogancia
de los cubanos, por un privilegio migratorio sigue alienando a los de bien por
la incontinencia de los más estúpidos… aunque al menos deja bien claro qué
podremos encontraren ese país no más se acabe con la dictadura de los Castro.
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