Por Ignacio T. Granados Herrera
Hay un problema con el fenómeno del
crecimiento del Islán, como la facultad que lo distingue de cualquier otro
credo; y es su alusión a la ambigüedad en el fondo de las relaciones entre
religión y cultura, que es muy grave, profunda y compleja; en tanto son
fenómenos que se determinan entre sí, aunque al momento de su respectiva madurez
exhiben cierta autonomía e independencia, que al final se revierte como otra
redeterminación de la cultura por la religión. En principio, el valor
antropológico de la religión estriba en haber sido la primera convención formal
de la cultura; alrededor de la cual pudo organizarse el resto del cuerpo
cultural, en una serie de convenciones sancionadas por ese núcleo religioso.
Esa habría sido la función que permitiera a la religión establecerse como
superestructura política de la sociedad, a pesar de su valor obviamente subestructural;
ya que no habría ningún valor fuera de esta estructura misma, que en realidad
se determinada a sí misma, y sólo se organiza desde una base inmanente, según unas
prácticas fundacionales.
Al final, en definitiva, y en el
caso concreto del Islán, hay que tener en cuenta su propia génesis como
reorganización de la cultura arábiga; pero en lo que, como fenómeno religioso,
es sólo una formación sectaria del cristianismo, como mismo este lo es del judaísmo.
Esto no sólo se observaría en la propia proclamación, en que el Islán se
reconoce como la tercera de las religiones abrahánicas; reconociendo incluso la
ascendencia de las otras dos en su orden histórico, en un acto sin dudas
singular de legitimación. Aquí habrá que observar que, a diferencia de las
otras dos religiones abrahánicas, el Islán no es una religión mistérica; pero sólo
como otra singularidad de valor extremadamente tangencial y aleatorio, como el
hecho de que Mahoma era un adepto sin acceso a los misterios sacramentales;
como un fenómeno de maduración o desarrollo desigual entre la comprensión de la
doctrina y su práctica, como suele ocurrir con los neo conversos y su
experiencia traumática, como con el mismo San Pablo. También se le puede
rastrear en la propia formación de Mahoma como discípulo de la secta
nestoriana, una de las primeras entre las varias formaciones paralelas del cristianismo;
de entre las que sobresalió la escuela del apóstol Pedro —póstumamente y en
Roma— por sus especiales circunstancias políticas, desde el ascendiente del
apóstol hasta el vínculo territorial.
Este sería de hecho el punto que
marca la extrema singularidad de la formación de ambas religiones, como derivadas
del mismo fenómeno; ya que al repartirse las áreas de influencia entre los
apóstoles Pedro y Pablo, la extensión posterior de la autoridad de Pedro fuera
de Jerusalén lo hace sobre un credo ya formado y maduro. Esa diferencia
consistiría en el llamado concilio de Jerusalén, en el que Pablo puso a los
cristianos de origen no judío a salvo de la judaización; ya que aunque él mismo
era de origen judío, su propia formación era helénica, comprendiendo la
diferencia sutil entre religión y cultura, como no la podía comprender Pedro.
Como resultado, cuando Néstor expande su propia escuela del cristianismo, no
tiene en cuenta ninguna diferencia al respecto; de hecho, todavía hoy es
difícil para las religiones restringirse a un ámbito puramente privado, ya que
su propia función es la vigilancia y determinación de la cultura.
Se trataría entonces de una
contradicción hábilmente salvada por Pablo, pero con una sutileza que podría
resultar escandalosa; ya que consiste en la relativización de la moral —que en
definitiva puso de relieve la pusilanimidad de Pedro—, como sólo lo harían los
jesuitas mucho después con la Casuística. Eso remite el problema a otro ámbito
aún, como es el de la grave contradicción epistemológica del cristianismo; que
se debate entre las texturas éticas del estoicismo y el hedonismo, normalmente
a favor del primero por el vínculo de San Agustín como último patriarca con las
tendencias filo platónicas y estoicas de su propia formación filosófica. En
todo caso, el Islán carecería de una figura como San Pablo, que lo desvincule
de su propio origen como redeterminación de la cultura árabe; incidiendo
entonces como un fenómeno de arabización de sus áreas de influencia, que
todavía hoy confunden el credo con un sentido étnico; como puede verse en casos
de culturas no árabes pero definitivamente arabizadas, como la india, los países
euroasiáticos y el mismo Irán.
Al final, la gran contradicción
podría devenir de la tensión entre el proceso de secularización de la
Modernidad y la fuerza centrípeta que ganara al Islán con un efecto
conservador; como dos extremos que reflejan la crisis de madurez de la cultura
Occidental —de la que el Islán participaría incluso como su periferia—, y en la
que el Islán sustituiría el valor institucional del Cristianismo; ya que por su
propia determinación convencional del Occidente moderno, desde la primera
transición al Medioevo, el Cristianismo debilitaría este valor institucional
suyo; participando del fenómeno de la progresión a la Modernidad como moderador
entre las distintas fuerzas centrípetas y centrífugas de la estructura cultural
de Occidente.
La solución a esta contradicción del Islán en Occidente
provendría de un fortalecimiento de sus propias tendencias en el racionalismo
secular; que obliguen al cristianismo a una moderación más activa y eficaz en
el ámbito de la cultura, en vez de alimentar su pretensión actual como actor
político concreto. Sin embargo, esto sólo es posible como un desarrollo
singular al interior del propio cristianismo, en el que logre proponerse como
alternativa cultural; algo que sólo logrará en cuanto se restrinja a sí mismo
como referente moral, desde la base de la libertad individual de sus fieles, y
deje de actuar como un factor político directo.
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