Saturday, April 16, 2016

De la expansión del Islán en Occidente

Por Ignacio T. Granados Herrera

Hay un problema con el fenómeno del crecimiento del Islán, como la facultad que lo distingue de cualquier otro credo; y es su alusión a la ambigüedad en el fondo de las relaciones entre religión y cultura, que es muy grave, profunda y compleja; en tanto son fenómenos que se determinan entre sí, aunque al momento de su respectiva madurez exhiben cierta autonomía e independencia, que al final se revierte como otra redeterminación de la cultura por la religión. En principio, el valor antropológico de la religión estriba en haber sido la primera convención formal de la cultura; alrededor de la cual pudo organizarse el resto del cuerpo cultural, en una serie de convenciones sancionadas por ese núcleo religioso. Esa habría sido la función que permitiera a la religión establecerse como superestructura política de la sociedad, a pesar de su valor obviamente subestructural; ya que no habría ningún valor fuera de esta estructura misma, que en realidad se determinada a sí misma, y sólo se organiza desde una base inmanente, según unas prácticas fundacionales.

Al final, en definitiva, y en el caso concreto del Islán, hay que tener en cuenta su propia génesis como reorganización de la cultura arábiga; pero en lo que, como fenómeno religioso, es sólo una formación sectaria del cristianismo, como mismo este lo es del judaísmo. Esto no sólo se observaría en la propia proclamación, en que el Islán se reconoce como la tercera de las religiones abrahánicas; reconociendo incluso la ascendencia de las otras dos en su orden histórico, en un acto sin dudas singular de legitimación. Aquí habrá que observar que, a diferencia de las otras dos religiones abrahánicas, el Islán no es una religión mistérica; pero sólo como otra singularidad de valor extremadamente tangencial y aleatorio, como el hecho de que Mahoma era un adepto sin acceso a los misterios sacramentales; como un fenómeno de maduración o desarrollo desigual entre la comprensión de la doctrina y su práctica, como suele ocurrir con los neo conversos y su experiencia traumática, como con el mismo San Pablo. También se le puede rastrear en la propia formación de Mahoma como discípulo de la secta nestoriana, una de las primeras entre las varias formaciones paralelas del cristianismo; de entre las que sobresalió la escuela del apóstol Pedro —póstumamente y en Roma— por sus especiales circunstancias políticas, desde el ascendiente del apóstol hasta el vínculo territorial.

Este sería de hecho el punto que marca la extrema singularidad de la formación de ambas religiones, como derivadas del mismo fenómeno; ya que al repartirse las áreas de influencia entre los apóstoles Pedro y Pablo, la extensión posterior de la autoridad de Pedro fuera de Jerusalén lo hace sobre un credo ya formado y maduro. Esa diferencia consistiría en el llamado concilio de Jerusalén, en el que Pablo puso a los cristianos de origen no judío a salvo de la judaización; ya que aunque él mismo era de origen judío, su propia formación era helénica, comprendiendo la diferencia sutil entre religión y cultura, como no la podía comprender Pedro. Como resultado, cuando Néstor expande su propia escuela del cristianismo, no tiene en cuenta ninguna diferencia al respecto; de hecho, todavía hoy es difícil para las religiones restringirse a un ámbito puramente privado, ya que su propia función es la vigilancia y determinación de la cultura.

Se trataría entonces de una contradicción hábilmente salvada por Pablo, pero con una sutileza que podría resultar escandalosa; ya que consiste en la relativización de la moral —que en definitiva puso de relieve la pusilanimidad de Pedro—, como sólo lo harían los jesuitas mucho después con la Casuística. Eso remite el problema a otro ámbito aún, como es el de la grave contradicción epistemológica del cristianismo; que se debate entre las texturas éticas del estoicismo y el hedonismo, normalmente a favor del primero por el vínculo de San Agustín como último patriarca con las tendencias filo platónicas y estoicas de su propia formación filosófica. En todo caso, el Islán carecería de una figura como San Pablo, que lo desvincule de su propio origen como redeterminación de la cultura árabe; incidiendo entonces como un fenómeno de arabización de sus áreas de influencia, que todavía hoy confunden el credo con un sentido étnico; como puede verse en casos de culturas no árabes pero definitivamente arabizadas, como la india, los países euroasiáticos y el mismo Irán.


Al final, la gran contradicción podría devenir de la tensión entre el proceso de secularización de la Modernidad y la fuerza centrípeta que ganara al Islán con un efecto conservador; como dos extremos que reflejan la crisis de madurez de la cultura Occidental —de la que el Islán participaría incluso como su periferia—, y en la que el Islán sustituiría el valor institucional del Cristianismo; ya que por su propia determinación convencional del Occidente moderno, desde la primera transición al Medioevo, el Cristianismo debilitaría este valor institucional suyo; participando del fenómeno de la progresión a la Modernidad como moderador entre las distintas fuerzas centrípetas y centrífugas de la estructura cultural de Occidente. 

La solución a esta contradicción del Islán en Occidente provendría de un fortalecimiento de sus propias tendencias en el racionalismo secular; que obliguen al cristianismo a una moderación más activa y eficaz en el ámbito de la cultura, en vez de alimentar su pretensión actual como actor político concreto. Sin embargo, esto sólo es posible como un desarrollo singular al interior del propio cristianismo, en el que logre proponerse como alternativa cultural; algo que sólo logrará en cuanto se restrinja a sí mismo como referente moral, desde la base de la libertad individual de sus fieles, y deje de actuar como un factor político directo. 

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