Por Ignacio T. Granados Herrera
Quienes critican el excepcionalismo
norteamericano deberían reconocer que el desarrollo es dialéctico y sólo ocurre
a través de la excepción; ya que los órdenes se establecen en el equilibrio como
búsqueda de la estabilidad, que sólo accede al cambio por la fuerza de su
circunstancia específica. A esa característica del desarrollo se debe la
excelencia relativa de la democracia occidental, como un modelo nacido en la
Grecia arcaica; cuando el quiebre de la cultura minoica interrumpió el
desarrollo natural del estado absoluto por su determinación trascendente en las
prácticas religiosas; pasando a determinarse en el comercio fenicio con la
preponderancia de Micenas, que le imprimiría ese carácter profundamente secular
al germen mismo de Occidente. Esa misma sería la razón que permitiera el
desarrollo del monoteísmo, al extraerlo desde las estructuras tradicionales
politeístas con diversos éxodos; no sólo el de Abraham desde Ur de los caldeos
sino también el de José hacia Egipto y el de Moisés desde este país, y el del cristianismo
desde la pusilanimidad de San Pedro.
En ese sentido, la república romana ni siquiera
sería descendiente directa de la democracia griega, por más que retuviera su
referencia; ya que muy a pesar del romanticismo patriótico y manipulador de
Virgilio, se ascendiente verdadero estaría en la cultura etrusca, de la que
heredaría la cosmología griega. Es en ese mismo sentido que hoy día Estados
Unidos repetiría la misma tendencia que corrompió a la tradición política
latinoamericana; con el secuestro de su propia tradición por unos partidos de
la oligarquía, que se dirigen a la destrucción tanto del sistema capitalista
como de su propia naturaleza democrática. Prueba de eso es el carácter dinástico
que habría adquirido la estructura política de una cultura eminentemente
popular —y populista— como la norteamericana; reproduciendo fenómenos terribles
como ese de la herencia, cuya última manifestación es Hillary Clinton, pero que
ya sería tradición con hitos como las familias Kennedy y Busch.
No obstante, sería ahí donde recurra la
importancia del excepcionalismo norteamericano, aunque no como el elemento supremacista
con que se le invoca; sino por el contrario, como ese hito en que la
regularidad alcanza un valor apoteósico y por tanto excepcional, que permite un
nuevo desarrollo si bien y más o menos traumático y difícil. Tal es el caso de
la actual confrontación en la carrera presidencial al interior del Partido Demócrata,
que augura una experiencia profundamente divisiva en sentido ideológico; más
aún que cuando se trató de la elección entre la primera mujer y el primer
negro, porque en este caso se trata de un viraje ideológico, que es como decir
cosmológico. La mayor convencionalidad de Hillary Clinton induce a l aritmética
fácil de una mayor elegibilidad suya frente a los contendientes republicanos;
sin embargo, esta misma mayor convencionalidad suya también augura la
continuidad del orden mismo, que sería lo que está en decadencia, dando ese
alcance ideo-cosmológico al conflicto. No se trata sólo de que a estas alturas
la elección de Sanders sea un viraje natural, que corregiría los excesos del viraje
anterior al neoliberalismo; sino de que, de modo incluso puntual, la figura de
Bernie Sanders tiene más posibilidades en el voto popular frente a cualquiera
de los contendientes republicanos.
La insistencia del Partido Demócrata en el
continuismo convencional de Hillary Clinton evidencia la misma tendencia
suicida del Partido Republicano; eso es lo que indica que lo que está en crisis
es el sistema mismo, y que no se trataría —como puede parecer— de la democracia
tradicional; sino que en vez de eso sería del modelo mismo del capitalismo
moderno, a través del corporativismo neo feudal, como verdadera aunque
tangencial amenaza a esa democracia. Esa sería la tendencia natural como
epítome de la política moderna, igual que la de las monarquías absolutas de
carácter religioso en la antigüedad; pero también la ocasión del
excepcionalismo que ha protegido a la cultura política norteamericana, sobreponiendo
la voluntad popular a la manipulación ideológica de los partidos tradicionales.
Eso podría ocurrir lo mismo por un repliegue del voluntarismo de las élites
políticas, en aras de mantener la gobernabilidad de la clase trabajadora; que
si bien ya corrompida por las prácticas del consumismo, ya estría arrinconada
en su depauperación creciente, afectada en su propia capacidad de consumo.
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Eso
sería lo que haya completado el ciclo corporativista, derivando el modelo a una
seudo democracia que escondería el vasallaje feudal de la población;
propiciando esa rebelión no violenta reflejada en las contradicciones de las
encuestas alrededor del proceso político, de las que emerge un Bernie Sanders
magullado pero sonriente en su apoteosis. Sería entonces la contradicción directa de esa
práctica tradicional que corrompe a la política como una cuestión dinástica,
haciendo a la democracia más efectiva; como al fin y al cabo ocurrió cuando
sobrevivió en el republicanismo romano a la decadencia dictatorial griega, y en
el norteamericano al absolutismo medieval europeo. Curiosamente sin embargo,
esta excepcionalidad es mayor que en cualquier caso anterior, provocando
mayores tensiones incluso; ya que en ningún caso anterior la democracia
sobrevivió al empuje oligárquico, que sí alcanzó a secuestrar el tejido
económico del capitalismo y con este su alcance democrático. Lo doblemente
excepcional es si en este momento el capitalismo logra sobrevivir a ese
secuestro por las oligarquías, lo que sólo sería posible en un repliegue
político suyo; ya que esta apoteosis del corporativismo neo feudal sería un
exceso suyo, sólo evitable en la madurez de una corrección interna que nunca
antes habría ocurrido.
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