Por Ignacio T.
Granados Herrera
Cualquier comprensión de los problemas de la
voluntad —incluso para el Marxismo— va a tener que referirse a Nietzsche, más
aún que al mismo Hegel; ya que en este último el acercamiento es meramente intuitivo,
desprendido del de naturaleza y en tanto relativo a la individualidad; pero no
mucho más explícito que en alguna alusión, puesto que su propio interés está en
la naturaleza como dinámica de género y carácter. Nietzsche en cambio se
concentrará más en el tema de la voluntad, aunque su sistematización sea más
bien moral y aforístico, funcionalista antes que estructuralista; y esto se ve
porque aunque en con un sentido más literario que filosófico, puede establecer
en este modo cuasi antropomorfista la naturaleza antropológica de la voluntad
como objeto susceptible de comprensión.
En ese sentido, del patetismo con que Nietzsche se refiere a la voluntad
de poder (en un sentido hegeliano además) se entiende este valor
antropológico; por el que la voluntad,
como propiedad y carácter de un ente siempre concreto (aunque susceptible de
generalización sistemática o abstracción) es a su vez propia de ese ente en
cuanto consciente; que así se dirige a su propia conservación primero, y su
expansión inmediatamente después, para asegurar más sistemáticamente esa propia
conservación suya.
Vale destacar que el prisma nietzscheano es puramente
pesimista, lo que en su contexto de crítica moral (y no sistemática) del idealismo
es relativamente realista; de donde esta capacidad mayor suya para comprender
la función antropológica del comportamiento político, en un sentido opuesto al determinismo
económico; no porque negara la naturaleza económica del poder, sino porque precisamente
puede ver que la economía es la expresión formal en que se reproduce
artificialmente la realidad, en la cultura. Lo que significará en definitiva esta
aplicación práctica de la voluntad, es la reproducción del instinto de
conservación natural, pero de forma consciente; es decir, reproduciendo en
comportamientos convencionales, el instinto natural de subsistencia, en el que
el mejoramiento de las condiciones sólo se dirigiría a garantizar dicho
propósito. El individualismo capitalista tratará entonces de la atomización del
gran cuerpo social, traspasando la responsabilidad individual a cada individuo;
en lo que sería entonces una racionalización mejor de las convenciones formales
con que se estableció la cultura como naturaleza artificial y específicamente
humana, siquiera como nuevo nivel de
desarrollo estructural.
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Obviamente, el proceso que siga será la reorganización
de la estructura política, potenciada en un nuevo nivel de complejidad; cuya mayor
eficiencia redundaría en una nueva repotenciación, como otra vuelta de la espiral
de desarrollo dialéctico. Lo importante de ese proceso, es que daría
lugar al reacomodo constante de los verdaderos intereses del conjunto social;
por medio de la satisfacción de cada uno de sus individuos, siquiera en la
forma progresiva y escalonada que permitiría la creación continua y acumulación
de riqueza, como esa base material necesaria. Por otra parte aún, de este modo
se evita la realienación del individuo, y por ende de la clase de la que este
participa, en el sometimiento servil a la burocracia gubernamental; que sea
esta de carácter político como en el caso del llamado socialismo real, o
económico como en el capitalismo utópico,
redunda siempre en detrimento del desarrollo general; producto de aquel
viejo principio del éxodo o de la hégira, en que el desarrollo institucional
restringe con su dinámica centrípeta el desarrollo (centrífugo) de la
estructura total; revirtiéndose entonces en violencia política, bien por la
refundación revolucionaria o en la simple represión del progreso, como
contracción previa al nuevo desarrollo en el primer caso, o mantenimiento del
status quo en el segundo.
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En todo
caso, como propiedad del ego, la voluntad va a subordinarlo todo a la satisfacción
del mismo, no importa si sus necesidades son artificiales; ya que en definitiva
la cultura misma como naturaleza es una convención, y el conjunto de necesidades que crea son
todas artificiales en algún punto, y en ello mismo son naturales; lo que va a
redundar en la distorsión del sistema económico y hasta sus propias referencias
morales, si se viera constreñido a una austeridad programada o a cualquier
forma de violencia contra el individuo. La razón de que eso no ocurriera antes,
como hasta el arribo del individualismo moderno, sería porque la experiencia
existencial misma no había contemplado nunca esta apoteosis de la individualidad;
pero aún en el estrecho margen de los ciudadanos libres del capitalismo antiguo
(esclavista) esta era una convicción tan poderosa, siquiera intuitivamente, que
devino en el modelo de democracia clásica; al que curiosamente se oponía
sistemáticamente el partido de la dictadura en Atenas, formado por la oligarquía
aristocrática, y al que perteneciera el padre del idealismo.
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