Por Ignacio T. Granados
El senador Bernie Sanders
recaudó tres millones de dólares en los tres primeros días de su campaña, el
silencio sobre el resto de la misma aclara que se sólo habría
tratado de un espasmo entusiasta; pero en verdad las perspectivas de Sanders
son más interesantes y complejas de lo habitual, simplemente porque el panorama
político de la nación no es el habitual. Sanders sigue teniendo en contra que
su retórica es moralista y se basa en la ira, lo que no es un plan de gobierno
ni muestra pragmatismo alguno; aunque esta vez la situación es tan
contradictoria que una simple actitud de suprematismo moral como la suya sería
ya un plan de gobierno al menos en principio, como un esfuerzo por detener la
tendencia general a la destrucción de la clase media. En definitiva, los
republicanos siempre se han escudado en una posición de suprematismo moral, que
no pocas veces incurre en la hipocresía; y justo ese simplismo es la base de su
éxito flagrante, ante la apatía habitual del liberalismo
norteamericano ante las urnas. Sólo que en ese caso, el suprematismo moral de
los republicanos se remite al radicalismo cristiano y no al fantasma del
socialismo; que es al que se remite Sanders, asustando a buena parte de la base
popular del liberalismo demócrata, que es la que lo nutre.
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La
inseguridad de esta campaña se ve hasta en la histeria de sus
seguidores para atraer a los de la senadora Liz Warren; con llamados a cesar la
campaña para arrastrar a la senadora a la contienda presidencial, con el temor
de que esto sólo divida el voto liberal ante el cínico compromiso del Partido
Demócrata con la proyección dinástica de Hillary Clinton. El temor de los
partidarios de Sanders sería infundado, ya que esta campaña alrededor de la Warren
es pasiva; es decir, ideológicamente
alinearía todo el activismo político a favor del liberalismo, capitalizado
entonces por Sanders como su único campeón; mientras mantiene abierta la posibilidad
de que Warren se sume a la boleta como Vicepresidenta, lo que es más productivo
dada su poca relevancia en materia de política internacional; a la vez que,
incluso si eso no ocurrire, mantendría a los seguidores de Warren organizados y listos para un endorso final, que los transferiría a Sanders.
El
llamado de los seguidores de Sanders debería ser entonces a los de la Clinton,
obligando al partido a realinearse ante el temor de una fractura fatal; lo que
pueden hacer con críticas directas y lapidarias, que recojan tanto su legado a
favor de las élites financieras como su complicidad con parte del desastre
económico actual; que nadie debería olvidar fue construido por las políticas
económicas de Alan Greenspan, enmascarado bajo la apariencia liberal de la progresiva
desregulación bancaria del vil Bill, Clinton I. También podrían explotar los falsos temores del
liberalismo moderado ante el radicalismo de Sanders, que juegan con la amenaza
del socialismo; que es imposible, primero porque Sanders carece del prestigio
necesario para desmontar la maquinaria político económica del complejo militar
que dirige la economía norteamericana; también porque como se advirtió
al principio, el sistema está tan viciado que ese radicalismo sólo equilibrará
—y eso aún sólo como principio— la tendencia actual en contra de la clase media;
tan fuerte que dos mandatos seguidos de una presidencia liberal no han
conseguido destejer ese nudo gordiano, que aún reserva el Asia para quien lo
sepa desenredar.
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