Por supuesto, queda por establecer la relatividad de todos esos conceptos,
que son más bien intercambiables; pero lo importante aquí es la inconsistencia
misma de la confrontación, con todas sus innúmeras contradicciones. Más allá de
si esas tendencias son realmente liberales, lo cierto es que juegan con cartas
capitalistas; como las del derecho y la propiedad particular, con las que han
acaparado el mercado.
El problema está en la sujeción voluntaria a esa oferta de gratuidades, que como siempre tienen muy poco de gratuitas; no ya porque se trate de un negocio que vive del comercio de información privada, sino del poder que con ello adquiere. Ese poder es ciertamente conferido por los usuarios, que acceden a subordinarse al autoritarismo de esas redes; algo a lo que nada los obliga, pues ni siquiera quienes trabajan en el medio tienen que participar de este más allá de ese compromiso.
Es absurdo esperar que las redes se abstengan de aprovechar el poder político
que nuestra participación les confiere; pero siempre queda la potestad de no
conferírselo, obligándolas a un reconocimiento efectivo de sus consumidores.
Eso, sin embargo, no puede venir como una coerción gubernamental, que se traducirá
en autoritarismo gubernamental; porque el problema no está en el origen del
autoritarismo sino en su naturaleza, y esta es la que depende de nuestra
potestad individual.
Nuestra incapacidad para recurrir a ellos, llevándolos incluso a la ruina
con nuestro desdén, explica la procedencia del autoritarismo que tememos; que
como el socialista, no puede vivir sólo con la supuesta maldad de un ser supremamente
malvado, sino de la debilidad de nuestro ego. Acudir hoy a la regulación de las
redes, no es si no alimentar nuestra propia regulación posterior por esa
supremacía gubernamental; la libertad como condición existencial, depende de
las decisiones que tomamos, de las que también somos responsables.
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