Tuesday, July 7, 2020

Alea iacta est


Pareciera absurdo tener que explicar la inutilidad del enfrentamiento ideológico, pero no lo es; en eso radica precisamente la decadencia de la modernidad, apenas cruzó fatigada su Rubicón del siglo XVIII. Como Roma, la modernidad no pudo ver en ese esplendor prepotente la cúspide desde la que caería; en un despeñamiento que cobra intensidad a medida que su gloria se acerca al inevitable fin, rodando por las laderas de su historia.

El enfrentamiento ideológico también tiene su precedente, en aquel furor sofístico que diluyó el interés filosófico de los antiguos; hasta que sólo el más pedante de entre los sofistas, sofista él mismo, pudo poner en evidencia la locura con la suya propia. El ejemplo sin embargo, apela a la naturaleza abstracta del fenómeno, no a sus efectos prácticos ni a sus causas y consecuencias; se limita al absurdo del absurdo mismo, aunque sin dudas ya eso era bastante para los tempranos tiempos en que se inauguraba Occidente.

El fenómeno se repetiría, y esta vez sí que con consecuencias políticas, cuando la moral católica hubo de enfrentar al peligro realista; con una retórica que recurría a la supremacía moral de la teología, para atajar la libertad de pensamiento. Es así que se sentó ese precedente de la supremacía moral como instrumento político, por el valor añadido al poder desmoralizador de la retórica; junto a esa otra perversión de la institucionalidad escolástica, como el gran apaciguador, que diluiría las doctrinas peligrosas con su convencionalismo.

Debe ser por eso que nadie pudo identificar esa apoteosis del XVIII como la hecatombe, tras la que se apura el final; que así pudo cumplirse en su función exacta, preparando las bases para la depauperación paulatina. La misma reducción de la crítica Marxista a lo positivo y lo negativo de sus contrarios, sin comprenderlos en sus sistematicidad; la misma reducción del cristianismo a tratadillos parroquiales, que obvian la sutileza del valor onto y antropológico de su teología; la misma reducción —por el propio marxismo— del tratado enorme de su tiempo que es El Capital, a las síntesis que obvian su espesa metafísica del capitalismo.

Todo eso hace que se desperdicie el pantano de las contradicciones del capitalismo, entre las otras innúmeras del socialismo; para que el pantano siga ahí, inexplorado en los mil recursos que bullen bajo sus aguas, de donde único puede salir la vida. La confrontación ideológica es como una pelea tumultuaria entre pescadores, que tratan de imponer un método para dirigir la pesca como una acción corporativa; desconociendo que el acto, incluso si cooperativo, es de todas formas individual, y que en todo caso ignoran a los ociosos peces que necesitan.

Ni el Anti-Dühring ni las síntesis del capital transmiten el valor del marxismo, sólo dirigen los cerebros vacíos de la soldadesca bruta; como ni toda la hermosa literatura de la negritud, que interpreta al marxismo patrocinador, arregla la vida de los negros que dice representar. El hombre está sólo ante el universo, y cualquier cosa que adquiera para esta relación es sólo un instrumento; pero que por lo mismo no lo puede guiar en una búsqueda que no le interesa, porque es sólo un instrumento y ya ha cumplido su fin en sí mismo.

Es decir, todos esos tratados tienen un sentido profundo, pero que los agota en sí mismos y los reduce a mera precedencia; quien se alimente de ellos y no ejerza su propio pensamiento sólo puede engordar, como los maestros universitarios. Claro que eso tiene su valor, pero únicamente si sólo le interesa ser un maestro universitario y no resolver los problemas; lo que es legítimo sin duda alguna, como legítimo es el ocio del burgués que alimenta su gota con las comilonas, y nada más.

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