Pareciera absurdo tener que explicar la inutilidad del enfrentamiento
ideológico, pero no lo es; en eso radica precisamente la decadencia de la
modernidad, apenas cruzó fatigada su Rubicón del siglo XVIII. Como Roma, la
modernidad no pudo ver en ese esplendor prepotente la cúspide desde la que
caería; en un despeñamiento que cobra intensidad a medida que su gloria se
acerca al inevitable fin, rodando por las laderas de su historia.
El enfrentamiento ideológico también tiene su precedente, en aquel furor
sofístico que diluyó el interés filosófico de los antiguos; hasta que sólo el
más pedante de entre los sofistas, sofista él mismo, pudo poner en evidencia la
locura con la suya propia. El ejemplo sin embargo, apela a la naturaleza
abstracta del fenómeno, no a sus efectos prácticos ni a sus causas y
consecuencias; se limita al absurdo del absurdo mismo, aunque sin dudas ya eso
era bastante para los tempranos tiempos en que se inauguraba Occidente.
El fenómeno se repetiría, y esta vez sí que con consecuencias políticas,
cuando la moral católica hubo de enfrentar al peligro realista; con una
retórica que recurría a la supremacía moral de la teología, para atajar la libertad
de pensamiento. Es así que se sentó ese precedente de la supremacía moral como
instrumento político, por el valor añadido al poder desmoralizador de la
retórica; junto a esa otra perversión de la institucionalidad escolástica, como
el gran apaciguador, que diluiría las doctrinas peligrosas con su
convencionalismo.
Debe ser por eso que nadie pudo identificar esa apoteosis del XVIII como la
hecatombe, tras la que se apura el final; que así pudo cumplirse en su función
exacta, preparando las bases para la depauperación paulatina. La misma
reducción de la crítica Marxista a lo positivo y lo negativo de sus contrarios,
sin comprenderlos en sus sistematicidad; la misma reducción del cristianismo a
tratadillos parroquiales, que obvian la sutileza del valor onto y antropológico
de su teología; la misma reducción —por el propio marxismo— del tratado enorme
de su tiempo que es El Capital, a las síntesis que obvian su espesa metafísica
del capitalismo.
Todo eso hace que se desperdicie el pantano de las contradicciones del
capitalismo, entre las otras innúmeras del socialismo; para que el pantano siga
ahí, inexplorado en los mil recursos que bullen bajo sus aguas, de donde único
puede salir la vida. La confrontación ideológica es como una pelea tumultuaria
entre pescadores, que tratan de imponer un método para dirigir la pesca como
una acción corporativa; desconociendo que el acto, incluso si cooperativo, es
de todas formas individual, y que en todo caso ignoran a los ociosos peces que
necesitan.
Ni el Anti-Dühring ni las síntesis del capital transmiten el valor
del marxismo, sólo dirigen los cerebros vacíos de la soldadesca bruta; como ni
toda la hermosa literatura de la negritud, que interpreta al marxismo
patrocinador, arregla la vida de los negros que dice representar. El hombre
está sólo ante el universo, y cualquier cosa que adquiera para esta relación es
sólo un instrumento; pero que por lo mismo no lo puede guiar en una búsqueda
que no le interesa, porque es sólo un instrumento y ya ha cumplido su fin en sí
mismo.
Es decir, todos esos tratados tienen un sentido profundo, pero que los
agota en sí mismos y los reduce a mera precedencia; quien se alimente de ellos
y no ejerza su propio pensamiento sólo puede engordar, como los maestros
universitarios. Claro que eso tiene su valor, pero únicamente si sólo le
interesa ser un maestro universitario y no resolver los problemas; lo que es
legítimo sin duda alguna, como legítimo es el ocio del burgués que alimenta su
gota con las comilonas, y nada más.
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