Ilustración de Sergio Lastres |
El drama de Alicia Alonso quizás
ayude a esclarecer el precario equilibrio en que sobrevive hoy el arte, como
ella misma; una de las figuras más importantes del arte contemporáneo, que
sobrevivió toda adversidad con sólo su carácter. Es esta capacidad la que a
estas alturas resulta en el mayor ejemplo, si bien mudo, de los conflictos
éticos del arte; una contradicción escamoteada por la belleza misma de los
actos, justificados en su propia grandeza, como un dogma católico.
Es aquí, en el encore final, que
reluce la pregunta sobre la ética de la puesta toda, no importa su grandeza; es
decir, realmente debe el ser humano sobreponerse a todo por un gesto, no
importa cuán sublime. Su vida misma fue una acción de fuerza, no ya el cinismo
que la llevó a bailarle a Perón y a Batista como a Fidel Castro; sino el
imperio férreo sobre una compañía, que si sobrevivió fue sólo por ese carácter
suyo, persistiendo como una Iglesia. Desde la tensión de Esquivel, el partenaire
que tuvo que lanzarse al suicidio del exilio para evitar la gloria de bailar
con ella; porque esa gloria era a la vez como un velo de muerte, tras el que se
adivinaban las figuras de los genios que no dejaba crecer con su propio
gigantismo.
Una pieza bastó para revelar la
angustia de Esquivel, en el pasajero protagonismo que le concedía siquiera como
partenaire; y fue aquel Roberto el Diablo, que parecía retratarla a ella en los
giros poderosos con que el bailarín exhibía su cuerpo de Miguel Ángel. Detrás,
la frustración de las Giselle negras que nunca se realizaron por el tamaño de
sus traseros y sus perfiles chatos; y las tres glorias menores, que la alzaron a
assoluta cuando tuvieron que aceptar la
relatividad que las minimizaba.
Murió Alicia Alonso, y en los
despliegues de estupor y desazón, nadie enfrentará las cuestiones
trascendentales que eso plantea; es la última oportunidad para matar una época,
para dejar de mimetizarla, para dar lugar a una realización final. Lo más
probable sin embargo es que nos extendamos en mezquindades, como la del
bailarín negro que no le perdona las limitaciones; como si no hubiera sido desde
esas limitaciones que pudo lanzarse a conquistar al mundo por sí mismo, que es
lo que no se comprende.
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