Algo que debió
sonar las alarmas fue cuando el liberalismo se le empezó a calificar de
burgués, que es un calificativo moral; porque eso significaba, por lo menos,
que toda idea de progreso quedaba en el umbral de la sospecha. No es gratuito
que ese desprecio proviniera de la vanguardia revolucionaria que marcó las
contradicciones del siglo XX; pero sí es sorprendente la incapacidad del
liberalismo para distanciarse de este juicio, accediendo a su propio secuestro
por el elitismo político. El problema surge con la primera revolución moderna,
que funcionaría como arquetipo para todas las otras; con aquella crisis
política del absolutismo monárquico en la Francia del siglo XVIII, que marcó la
apoteosis de la Modernidad.
Se pueden
establecer los paralelos entre aquella revolución y el fracaso de Akenatón en
Egipto, o la reticencia de Saul en reyes-I; se ha preferido en cambio asumir al
faraón como revolucionario, y al profeta como héroe popular. Las reformas
impuestos por Akenatón respondían a una evolución clásica del politeísmo, hacia
el henoteísmo; como la primera contradicción, en que el progreso trata de
sobreponerse a las convenciones políticas y económicas que lo dificultan. La
violencia por demás provino de la reacción de dichas convenciones, en la forma
de las élites políticas afectadas; que curiosa pero no gratuitamente eran
también las sacerdotales, como la misma clase que va a alimentar la reticencia
de Saul.
Se trata en todo
caso de una lucha por intereses de clase, en la que el símbolo real se rebela
de su función sancionadora del orden establecido; por la que el progreso
quedaba detenido en ese orden ya establecido, como garantía de estabilidad para
la sociedad. Esa era la función del rey, cuya legitimidad por tanto dependía de
la práctica religiosa, que lo ungía en esa función política; y al rebelarse,
asumiendo la potestad de la subestructura religiosa, no pone el orden en
peligro pero sí la función de esta. De ahí la reacción de esta, como la de todo
ente vivo, que va a adaptarse en esta lucha por sobrevivir; asumiendo las
formas últimas de la voluntad popular, que bajo la guía del profeta en
funciones, va a interpretar la voluntad de Dios.
La lucha contra
Akenatón fue una lucha funcional, contra la corrupción de los pactos
fundacionales de la sociedad; que provenientes de la práctica religiosa, se
mantenían en la tutela y vigilancia de dicha élite, como custodia de estos. De
ahí la grave contradicción del surgimiento del poder político en Israel, con la
exigencia de un rey, como cuestionamiento básico de esta tutela; en una
contradicción que en tanto funcional va a mantenerse a todo lo largo del
desarrollo político de la sociedad, según las partes en conflicto se adaptan al
momento. No hay que olvidar que aunque el conflicto sea dialéctico y el
fenómeno sea universal, ocurre de modo muy puntual siempre; dándose por tanto
en una circunstancia muy distinta cada vez, en la que va ocurriendo el desarrollo
histórico de la Sociedad.
Es ahí donde, a
medida que este desarrollo se impone progresivamente, la reacción al mismo será
proporcionalmente más virulenta; con el agravante además de que, eventualmente,
las élites económicas distorsionan esta contradicción original, corrompiendo
efectivamente el proceso por entero. Un casi singular es el de la reacción
populista, y en ello seudorreligiosa, al corporativismo postmoderno; que como
reacción no deja de ser una contradicción conservadora y en ello convencional,
pero a un hecho efectivo de corrupción social. Es cuando esta reacción se impone,
en el hecho revolucionario, que el estado vuelve a aquella función primera de
la subestructura religiosa; en una usurpación de funciones, que resalta en la
fuerte determinación moral y trascendentalista de sus postulados.
En general, el
conflicto es cambiante y complejo, a medida en que las partes en conflicto se
mimetizan y redeterminan entre sí; pero más allá de ellos, la realidad mantiene
su propia consistencia, en la claridad y racionalidad de los postulados en que
se sostiene. Podría decirse que hasta por principios, cuando el conflicto
político deviene en primeramente moral ya ha perdido su propia perspectiva; que
es la de la relación de sus diversos entes por intereses propios, que es así como
devienen politicos.
La corrupción ocurre cuando dichos intereses se postulan
como principios morales, o se esconden detrás de la retórica moral; que es lo
que hace a las revoluciones, corruptas o no, nuevas realizaciones del estado
religioso original. Eso explica la
naturaleza revivalista y trascendentalista del fenómeno político revolucionario, y su índole intrínsecamente populista; también el carácter épico de su
narrativa, como una interpretación de la historia en función de esta
determinación trascendente que asume como su fundamento.
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