Algo sorprendente en los conflictos de la
constitución de Guáimaro, es la contradicción natural de su representatividad;
pues colisionando las regiones de Oriente y el centro —que incluye— a las
Villas y Camagüey, el impasse sólo se salva por un ardid retórico. Este
consistió en el llamado argumento de Antonio Zambrana sobre la tiranía del
número, y que sólo revelaba el carácter antinatural del modelo democrático;
cuya excelencia intelectual exige condiciones imposibles para el desarrollo natural
de las determinaciones políticas, requiriendo un consenso moral. El argumento Zambrana
fue un esquinazo que salvó la situación, pero sólo posponiendo el problema, que
gravitará como imposibilidad sobre toda madurez política; y esto es importante,
porque es el mismo error que vicia la evolución política de todo Occidente —y
no sólo de Cuba— a lo largo de la Modernidad. Por ejemplo, el argumento Zambrana sería la
lógica que determinara el sistema de colegios electorales en los Estados
Unidos; que siendo la democracia más sólida de todo occidente a lo largo de
todo el siglo XX, sería suficiente para mostrar las contradicciones del
concepto mismo.
No es gratuito que Zambrana fuera el único delegado proveniente de la Habana a la asamblea constituyente de la república de Cuba; pero más revelador es que no fuera como representante regional, sino por sus vínculos con las fuerzas independentistas de centro y Camagüey. En todo caso, la
preeminencia de Oriente en el conflicto se mantendría, porque un argumento sólo
tiene valor lógico y no práctico; demostrando la separación de elitismo respecto
de la realidad que pretende representar, y que obviamente lo excede; como en
este caso, en que el militarismo oriental se mantuvo como una compulsión
insalvable en toda la historia de Cuba. Ese habría sido el factor que diera al
traste con la primera guerra de independencia, y no el espíritu civilista en sí
mismo sino la inmadurez de la cultura sobre la que se operaba; que es la
retorcida razón por la que las tendencias autonomistas eran más viables en todo
sentido, dada la gradualidad que imponían al proceso en general.
Después de todo, como determinación política la independencia como
objetivo era un concepto de valor moral y no práctico; en un momento en el que
primaba el trascendentalismo estoico y no el pragmatismo económico, privilegiando
por tanto la exaltación poética como proyección espiritual. El fenómeno resulta
tan complejo, que no es extraño que se termine culpando a la propuesta democrática
por el fracaso político; y como principio hasta hay que conceder la razón en
ese sentido, pues se trataba de forzar un de absoluta excelencia en una cultura
no madura para ello. El problema con este tipo de conservadurismo, es que
mantiene el estatus quo de la presión oligárquica sobre la estructura social; y
que a mediano plazo termina por imposibilitar la movilidad social, con el corporativismo
político como el que terminaría imponiéndose en Cuba.
Las dudas finales de Agramonte sobre la viabilidad de su propuesta
civilista sólo ilustran esta inmadurez, como la incapacidad de la cultura para
ese desarrollo; que fue simplemente ignorada por el ardid del argumento Zambrana,
en vez de abrirse a la opción pragmática, que en definitiva fue la determinante
en la misma fórmula independentista. Debe recordarse al respecto que el
detonante de las corrientes independentistas no fue ningún concepto moral en sí
mismo, sino que este se formó por las necesidades propias de un país; que
carente de una estructura económica propia, se formaba escindido entre su
capital como cuartel general del ejército español… y el resto como un gran
solar yermo. Una estructura en que toda la economía era dependiente, de consumo
y no productiva; en una situación que habría cambiado de haber prevalecido las
corrientes autonomistas, que también ilustrativamente campaban en la capital y
no en ese resto del país.
Al final, la necesidad de aplicar una política de tierra arrasada con la
invasión demuestra que el independentismo no mayoreaba en el espíritu del país;
como otro elemento de la cultura que fue ignorado por el elitismo ilustrado de
esas huestes, dedicadas a su propia exaltación poético espiritual con el
nacionalismo; a la cabeza de las cuales iba un no nacional como Máximo Gómez,
que sin embargo terminó acaparando toda la autoridad moral sobre el proceso;
hasta el punto de frustrar la primera expresión de un instrumento democrático
como la Asamblea del Cerro, que negociaba el licenciamiento del ejército
libertador. El resultado de la confrontación, recordará los incidentes
políticos de la revolución cubana de 1959; cuando anclado en su suprematismo
moral, Gómez provoca la disolución de la Asamblea, como si la compulsión
oriental se hubiera sobrepuesto al civilismo intelectual de Agramonte en Guáimaro.
Ese sería el mismo acto —puede que menos histriónico— con que Fidel
Castro presentó su renuncia como Primer Ministro ante la presidencia de Urrutia;
terminado en una sublevación popular que precipitó la renuncia del presidente,
como aquella disolución de la asamblea del Cerro. Después el arquetipo seguiría
proyectándose en formas cada vez más chuscas, como método de resolución de
conflictos; que, en esa forma ladina de corporativismo, apela siempre a la
emotividad colectiva por sobre el raciocinio individual; dígase el desmentido
del embajador de España por el mismo Fidel Castro, o su manejo de la crisis
política cuando los sucesos de la embajada del Perú.
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