En un
pasaje de la nueva serie sobre Sor Juana Inés de la Cruz, esta pide ser
excluida del trabajo en la cocina, porque estudia y sabe escribir; otra monja
le recuerda que la mayoría de ellas estudia y sabe escribir, y entre todas le
recuerdan que el talento es relativo. En otro pasaje queda más claro el tipo de
contradicción por las que pasa la monja, cuando la marquesa de Lujan le ofrece
publicar sus obras en España; le dice que su nombre será conocido en la corte
metropolitana, y que eso es lo más grande que le puede suceder. No es la
primera vez que el éxito artístico se identifica con el personal, si de hecho
el arte es siempre obra del artista y este es siempre concreto; y desde la
antigüedad, en que el honor era al atleta y al soldado, el reconocimiento era a
la individualidad, que así se realizaba a plenitud.
Eso no
contempla entonces algún significado o alcance en el arte, que se reconoce en
su carácter meramente formal; y el error habría estado en la retórica del
Humanismo moderno, que puso el énfasis en ese valor significativo, para
enmascarar la vanidad que comportaba. No es que se le pueda culpar de ello,
sobre sí se le cernía la absurda severidad de un espiritualismo torcido como el
del corporativismo católico; que en ese sentido corporativo, aspiraba a sumir a
toda la humanidad en su representación del drama divino. Esa habría sido sin
embargo la contradicción que mina el desarrollo de lo Moderno, enmascarando sus
intereses; haciéndolo por tanto falso e hipócrita, y en ello inconsistente,
para afectar a toda la compleja estructura de su cosmo y epistemología.
De ahí la
importancia de este renacimiento, que a diferencia de los otros no se
manifiesta en las artes; en un detalle curioso, pues todo renacimiento ha
tenido carácter científico, pero también se refleja en las artes. Eso puede
deberse a que sólo en este momento ese desarrollo de las ciencias haría
superfluo al de las artes; mientras que en todo anterior, las ciencias sólo se
apresuraban a cubrir el campo inmanente de la realidad; dejando el de su
trascendencia como un paisaje vasto y salvaje, completamente para su
representación y no de su comprensión. Sólo ahora, cubierta la inmensa vastedad
de lo inmanente, puede la ciencia acceder a un apogeo final; extendiendo esta
comprensión suya a l trascendencia de eso inmanente, que así arrebata a su
representación.
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Esa sería
la diferencia, y con ello la exposición de la mera vanidad de la práctica de
las artes; cuya representación de lo real en su trascendencia puede por fin
adecuarse a un nivel supremo de verosimilitud; que así rebasando los márgenes
de lo individual, consiga ese alcance propio de lo real en tanto objetivo. Eso
también sería posible, porque la corporatividad de la cultura ahora no sería
coercitiva como en la religión; sino que consistiendo en el ordenamiento
económico, no significa una represión del individuo, que así tampoco tiene que
mentir ni perderse en la vanidad. Ese habría sido el error del
trascendentalismo religioso, la exigencia como deber y obligación de lo que no
puede darse por necesidad; porque mientras la reflexión sobre lo trascendente
es necesaria, en tanto es la realidad lo que trasciende, esta reflexión ha de
ser también objetivamente posible; y no lo era, porque esa objetividad, que es
propia de la ciencia, se retrasaba en esos campos vastos de lo inmanente, que
por fin a cubierto como el atleta sudoroso en el triatlón.
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