Por
Ignacio T. Granados Herrera
El problema con el reggaetón no es el reggaetón
sino su significado, como expresión cultural concreta que es; tratándose de un
baile extremadamente sensual, que de hecho es más explícitamente sexual que la
simple sensualidad de una alusión al sexo; y que también apela expresamente a la
violencia en su teatralidad, en una combinación que lo hace igual de
extremadamente vulgar. Eso no es malo por sí mismo, la vulgaridad puede ser un
valor estético (Kitsch) que en ello mismo tenga valores reflexivos; en todo
caso, el reggaetón es una expresión cultural, incluso independientemente de si
se trata de una cultura en franca decadencia o no. En este caso sí se trata de
una cultura altamente decadente, porque es una cultura en la que el arte ha
descendido al mercantilismo más vulgar; lo que significa la promoción de sus
valores más inmediatos y pedestres, en busca de ganancias más fáciles e
inmediatas también.
Eso proviene de la confusión entre cultura popular y
vulgaridad, como una justificación para el aprovechamiento de esos valores más
bajos de lo popular; en un proceso que tiene mucho que ver con la
descaracterización de los estamentos más precarios de la sociedad,
sobornándolos con la falsa imagen del éxito que es propia del capitalismo. Esa última sería la razón por la que Cuba fuera
tan susceptible a ese fenómeno reductivo de la llamada cultura popular; en cuyo
afán mercantilista se aprovecha de graves grietas morales comunes al hombre
postmoderno, como los afanes reivindicativos de las minorías; más grave aun
cuando este carácter de minorías, con todo y ser relativo, se compone de varias
categorías superpuestas de marginalidad. Eso hace más dramático el impacto
moral del fenómeno del reggaetón en la cultura en general, provocando por ende
una reacción de rechazo; que haciéndolo derivar más radicalmente aún a la
confrontación, crearía una sinergia en este mismo sentido.
Ese es el problema
del reggaetón, teniendo en cuenta además que cualquier alusión a un sentido
moral del problema no lo es a una categoría sublime o metafísica; porque de
hecho la moral es sólo el código de costumbres, y por tanto tiene que ver con
la evolución peculiar de una sociedad siempre puntual y específica. En el caso
cubano, por supuesto, este efecto de contradicción es más grave entre personas
que no han seguido de modo continuo este proceso de evolución; por lo que el
encuentro eventual con el fenómeno es necesariamente dramático, y relacionado
con los otros elementos de la cultura, como la relación específica de la
persona o grupo demográfico expuesto al fenómeno.
El caso cubano tiene
además otras características, como la de su propia excepcionalidad política en
la determinación de su cultura; haciendo que fenómenos habituales a otras estructuras
culturales adquieran una connotación igualmente dramática cuando se refieren a
Cuba. Eso es natural, ya que aunque esa excepcionalidad sea relativa —más
deseada que cierta— es y ha sido también una referencia válida para esa
redeterminación reflexiva de la cultura que es la moral; recordando nuevamente
que esto no se refiere a la moral como una categoría sublime y metafísica, sino
al simple manojo de costumbres que pesan en la nostalgia de cada quien. Todo eso
sin embargo se sabría si la metafísica no hubiera desaparecido en ese proceso
peculiar de la decadencia de la cultura en el mercantilismo; que pocas veces
proviene de esa base popular a la que se protege con falso paternalismo, como
objeto de lucro que es al final; sino de ese falso intelectualismo, que a ella
acude para su propia justificación.
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