Por Ignacio T. Granados Herrera
El libro egipcio y el tibetano de los muertos
tienen en común la guía al alma de los difuntos en el más allá; también los
poemas de Orfeo, no la tradición órfica sino los poemas directamente atribuidos
a él. Todos basan su enseñanza en una experiencia trascendente de conocimiento,
bien de primera fuente o inspirada por alguna divinidad; sin embargo esta guía
no supera la misma dificultad inicial de si existe ese más allá, siquiera en el
ámbito religioso fuera del cual carecen de mayor sentido fuera de su relativa
belleza. Lo cierto es que lo sobrenatural sólo aludiría a los principios de
determinación formal de la realidad en su naturaleza; que en tanto principios
estarían sobrepuestos a dicha determinación, pero participando ellos de la
misma en esa determinación suya. Eso implicaría que la realidad se auto determinaría,
y que por tanto dichos principios sólo son abstracciones suyas; como ese
sistema de arquetipos en que se iría resolviendo la realidad, según esta
determinación de su substancia, por la que resultaría en una naturaleza. No es gratuito el engarce que vincula la teoría
platónica con su supuesta contradicción aristotélica, se trata de que esa
oposición sería relativa y alude a su respectiva complementariedad; como en
definitiva un desarrollo puramente dialéctico incluso en puridad, por el que
los postulados se suceden en su función de síntesis, antítesis y síntesis.
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Tampoco
es gratuito que para esa relación se acudiera a las primeras entre las
escuelas clásicas, cuando la misma puede verse en toda contradicción; porque la
contradicción es sólo formal, respondiendo a sus propias determinaciones
formales, reconociendo en estas su valor arquetípico, dada su madurez. Hasta
entonces y desde entonces la filosofía es sólo determinación y desarrollo, pero
no substancia; porque la substancia quedaría establecida por esta primera
madurez de un objeto propio y definido de la filosofía, tras la función
contractiva de la mayéutica socrática. Lo importante es que esa trascendencia
de la que se ocupará la filosofía será la compleja determinación formal de la
realidad; que se abstrae para su comprensión en un entorno propio de ese objeto
al que sirve de referencia cognitiva, que es el alma. La determinación de la realidad como realidad
separada es entonces el camino del alma, lo que es un fenómeno incomprensible
en su propio contexto gnoseológico; en el que la religión desarrolla un valor institucional,
asegurando con ello el complejo sistema de intereses económicos y políticos que
termina por corromperla. A esa contradicción debemos la fe en el secularismo,
no el secularismo que es un interés de las élites de poder; y que por tanto lo
blanden para sustraerse a la tutela religiosa, tratando sin embargo de mantener
el sistema con sus precarios equilibrios. Pero la fe en el secularismo es otra
cosa, anterior incluso al secularismo, como la aspiración por la que unos
titanes trataron de mirar cara a cara a la realidad; ese es el valor del
fisiologismo como contesta desdeñosa del antropomorfismo religioso, que aunque erróneo
en el desdén es legítimo y puro en el humanismo de su pretensión.
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Esa sería la extraña y sutilísima importancia
de un poema como el De rerum natura, de Tito Lucrecio Caro; como primera
sistematización culminante del epicureísmo, que actualiza en este sentido esas
tradiciones, donde ya el principio de animación orgánica (ánima) reconoce en
este mundo sus propias referencias; que así se dirigen a la redeterminación
reflexiva de la realidad, en su restructuración como cultura. La importancia de
este hito, sería que incluso su referencia a la del hedonismo como una
propuesta ética suficiente; que así consigue esa exponenciación del realismo
aristotélico como la corrección crítica de los excesos intelectuales del
platonismo como fundación del idealismo; pero como resumen de esa masa crítica,
que sepulta en la espesa metafísica del estagirita esa gema definitiva de su
ética en la eudemonia propuesta a Nicodemo, esta vez ya como ataraxia.
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