Por Ignacio T. Granados Herrera
Tratándose de un difícil viraje global hacia la
izquierda, no puede esperarse que tenga la perfección de la proporción
geométrica; pero si atendiendo a eso restamos las equidistancias —y ni tan
mucho—, la reciente elección de Jeremy Corbyn como líder del laborismo inglés
despertará grandes expectativas sobre las próximas elecciones norteamericanas.
En efecto, la elección de Juan Pablo II al trono de Pedro antecedió a la de Thatcher
al laborismo inglés; y no por gusto se les conoció —junto con Reagan— como la
Troika, capaz de acabar con la oposición del campo socialista y establecer el
neoliberalismo como doctrina económica. Nada más natural que esta expansión al
absoluto del capitalismo más feroz demostrara sus falencias, agotando la fe de
sus fieles; antes le había ocurrido a ese campo socialista, cuya muerte fue por
implosión antes que por una mayor eficacia en la estrategia capitalista, por
más que ese capitalismo manipulara la ecuación con el militarismo; y que sólo
de modo paralelo a esa desaparición de la tensión política con su contraparte
socialista pudo implantar esa doctrina del capitalismo triunfal, que hasta cree
en su propia superioridad moral.
Lo interesante es la incertidumbre, visto que
la proporción no tiene que ser geométrica y en ello perfecta; por lo que esta precesión
no tiene que augurar una victoria de Bernie Sanders como la anterior impuso la
de Reagan. En verdad la tensión estaría
dada y en principio sí sería perfecta, pero sólo en principio; en la práctica
el electorado norteamericano puede reaccionar con pánico al extremismo siquiera
relativo de Sanders, que es en verdad un social demócrata; en una sutileza imperceptible
a la primariez de esa cultura popular, cebada en su primariez por esa obscenidad
del híper consumo. Una huida de ese supuesto extremismo de Sanders puede ser lo
mismo al otro extremismo de Donald Trump, por ejemplo; que en definitiva puede
ser un interludio, como el de Roma entre Juan Pablo II y Bergoglio con
Ratzinger; y en el que Estados Unidos reacomodaría sus fuerzas con la rudeza y
la vulgaridad de Trump, pero como una protesta de auto castigo contra la retórica
superficial e hipócrita de la clase política. También estaría la cínica
mediación de Hillary Clinton, que no debería contar pero como tampoco debió contar
el Ratzinger del Santo Oficio tras la muerte de Juan Pablo II; además de las sorpresas laterales, que tienen poco futuro pero que nadie sabe ni sabrá
hasta el último momento.
Es esta incertidumbre la que hace emocionante
esta perspectiva de las elecciones norteamericanas, con esa misma textura del expresionismo
alemán cuando determinó la nueva estética que era la cinematografía; porque
sería de eso de lo que se trata, de una dramaturgia del mundo, en que este se
despierta del horror de sus sueños. El sueño de la razón produce monstruos,
reza el título de uno de los caprichos más famosos de Francisco de Goya; tal
pareciera haber sido hecho para prefigurar esa veleidad estética del espanto
expresionista, que es el espejo (speculo) del mundo. El triunfo del
neoliberalismo, como antes el del socialismo que resultó utópico en su
pretensión realista, serían los monstruos de ese sueño de la razón; que perdida
no más alcanzada, con aquel apogeo del capitalismo industrial, se despereza en
estos augurios sobre la incógnita americana. Carlos Marx no desconoció la
extrema singularidad de lo norteamericano, pero él mismo habría sucumbido a ese
determinismo por el que Europa era Occidente;
no vio que esta extensión se prestaba a la inauguración misma del Éxodo y
la Hégira, y que es la condición que hace tan llamativa a esta incógnita
americana.
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