Que la imagen sea un reflejo del
sujeto —y por ello sin consistencia propia— es una obviedad de la física más
elemental, pero aún así es asombroso cómo nos dejamos arropar por la apariencia
del misterio; absurdo que se repite cada vez que el ser humano se ve
confrontado a ese ritual del comportamiento político, que como todos apela a la
catarsis histérica. Todo eso es tan obvio que no debería ser ni tópico en su
recurrencia, salvo que la histeria es un estado de semicatalepsia y nos hace
perder la perspectiva; que es por lo que no sobra nunca recordar nuestra
falencia de publicanos, para no caer en el purismo fariseo. Todo esto viene a
propósito del último festival de la política en América Latina, que convocó en
Panamá las esperadas romerías de cubanos en contradicción; con esas complejas coreografías, en que dos
bandos simulan estar en contra mientras replican sucesivamente los mismos
gestos, acusaciones e insultos. Lo de menos es que la misma comparsa cubana
vuelva a arrasar con la atención pública, liderando el carnaval a pesar de su
evidente decrepitud; como esas vedettes de la época de oro del cine mexicano,
que muestran su increíble vitalidad a pesar de las arrugas y los traspiés, que
todos hacen como que no ven.
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Recurrencia al fin y al cabo, ni
el festival de las américas ni su decrépita reina de fantasía serían importantes;
excepto porque otra vez las sinuosas maniobras de la comparsa han vuelto a
provocar la histeria colectiva, y eso siempre es peligroso como secuestro de la
razón. Esta otra vez el exilio cubano, debidamente indignado una vez más, manifiesta su impotencia en el resentimiento;
recordando con rencor de esposa maltratada los rostros de los faroleros
oficiales, cuya coreografía era empujar a los muñecones del contra oficialismo
contra las gradas. Eso es también tan recurrente que debería figurar en un
manual de sistemas naturales, salvo que esta vez incluía una figura singular;
la de una sociedad civil, en la que peones de ambos bandos se acusaban estentóreamente
de lo mismo, que en efecto hacían. Esto no es para una burla cruel y cínica
sino para una reflexión sensible, provocada por esa debilidad de un estamento intelectual
secuestrado por la vulgaridad del oficialismo; en una cobardía de la que no hay
que excusar a los alabarderos, que hasta se jactan de su patético acceso a
cargos de poder con evidente manipulación hasta de sí mismos; pero de la que sí
hay que excluir a las víctimas de siempre, que para mayor frustración serán también
víctimas de ambos bandos, obligados a vestir el traje de rumberos.
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La mayor muestra de inmadurez
del exilio cubano es la manera en que siempre baila al ritmo de las pailas
oficiales; que sería lo que demuestre que todo es sólo una coreografía de la
que ambas partes son culpables, no importa la causa inicial. Eso es lo que hace
indignante la acusación Indiscriminada contra todos los que participan del lado
oficial, sin atender a circunstancias particulares; como esa del chino Eduardo
Eras León—por ejemplo—, un buen hombre condenado con el reciente premio
nacional de literatura, otorgado por el gobierno más mezquino y abusador del
mundo. Quien reclame a Heras León haber aceptado el premio es tan abusador como
el gobierno que acorrala a sus ciudadanos, además de hipócrita —incluso si inconsciente—
en su purismo fariseo; y desconociendo la trágica vida de uno de los primeros
defenestrados haría mejor en callarse la boca antes que ensuciarse el índice
blandiéndolo contra uno de los hombres más políticamente debilitados de la
literatura cubana.
Quien critique tomando por
cierta esa masividad carnavalesca de las manifestaciones oficiales de cualquier
tipo —no sólo cubanas— es de un simplismo y una ingenuidad a estas alturas
culpable; y quien oponga su concepto personal de la dignidad a los trabajos que
pasan los cubanos de la isla, es tan egoísta
que no merece ser escuchado, en ese frenesí comparsero con que participa de las
maniobras de la pista aún desde las gradas. Claro que como respecto a la
vedette, ya la coreografía es demasiado mecánica y el frenesí de la comparsa es
fingido; como cuando se va tras bambalinas, se descubre que el rostro perfecto
de las bailarinas es un emplasto de polvo y colorete, que los tules están
ajados y los trajes remendados. Nunca ha sido más cierto el dicho de la fe
poética de Mallarmé, el que se lo crea
está loco y todo depende del pacto de silencio que los hace cómplices; que es
por lo que resulta imperdonable la acusación sobre los que simplemente no
pueden sobreponerse a su circunstancia, sobre todo si viene de quienes tienen
la potestad de no ir al carnaval.
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