Un error recurrente para la comprensión de los problemas actuales es el de la
extrema singularidad de la cultura norteamericana; que como mejor materialización
de la modernidad, es en la que se opera la transición de la cultura antigua,
culminando la transición comenzada en el Medioevo. Esta singularidad es la que
produce fenómenos que pueden resultar extraños para el resto del mundo, pero
que tienen sentido en sí mismos; uno de ellos es el de la responsabilidad
histórica, por el que no dejan de permitir una crítica permanente de sus
propias bases culturales.
Esto explica el eterno debate sobre los excesos de las guerras imperiales,
por sus propias élites especializadas; es decir, no ya en los reclamos de esas
fuerzas extranjeras ocupadas, sino del mismo sentido existencial de sus propias
base estructural. Otro fenómeno es la discusión sobre la posible reparación
económica —o no— a los negros como estamento políticamente más depauperado del
país; que sobreponiéndose incluso al detalle histórico de la responsabilidad
africana en el tráfico de esclavos, trata de su propia responsabilidad como
nación.
En ese caso, se trata de un fenómeno más amplio y difuso, que llega a
caracterizar a toda la cultura norteamericana; que con una tradición de
legalista, difiere del vernáculo hispánico sobre los leguleyos como un fastidio
político. De lo que se trata aquí es del fruto de la misma tradición de
jurisprudencia inglesa, extendida al valor subestructural de la política; en
que se codifican ya definitiva todos y cada uno de los actos humanos, en el
fatigoso y largo proceso de demandas y contrademandas civiles.
Esta característica se desconoce fuera de Norteamérica, incluso en el
origen inglés, donde la estructura social asume la mayoría de las
contradicciones; con un margen de
tolerancia establecido por esa misma tradición, que pospone los problemas según
su mayor o menor prioridad para la estructura política. Eso es lo que no ocurre
en Estados Unidos, con un sistema de justicia listo a detener toda la
estructura hasta la solución minuciosa de estos problemas; que así ya quedan
integrados de ese modo definitivo en el cuerpo de la tradición, no ya como
fenómenos culturales sino incluso políticos.
Es en ese sentido tan singular que se entiende el otro problema de la
relación de Estados Unidos con lo histórico; sobre lo que no admite ningún tipo
de sacralidad, fuera de la legitimidad que pueda aportar a sus intereses
prácticos más inmediatos. En eso pareciera que la de Estados Unidos es una
cultura como cualquier otra, lo que es imposible, siendo como es la última y
más apoteósica expansión de Occidente; que formado en la piedad protestante de
su base popular, retiene costumbres tan ancestrales como superficiales en lo
folclórico.
No obstante, puede verse que en los Estados Unidos no hay tal cosa como el
culto a un pasado épico; puede que porque no existe, o porque es demasiado
reciente como para tener ese peso específico de la referencia histórica. En
cualquier caso, puede observarse que no hay monumento histórico que no esté
expuesto a la crítica abierta; demostrando no sólo el poder de su populismo
como recurso político, sino también y sobre todo ese poco sentido de lo
sagrado.
Todo el mundo tiene graves problemas para entender esto, sobredimensionado
además por la algidez política; pero probablemente responda al desarrollo
necesario de desapego, por el que el pesado deje de pesar tanto en la
actualidad humana. Eso no hace al proceso menos sino posiblemente más
traumático, en tanto no hay referencias anteriores desde las que comprender
esta contradicción; que en su dimensión existencial, tiene que ver con nuestro
sentido individual de la estabilidad política como fruto y determinación de la
económica.
Como quiera que sea, el fenómeno está ahí con la misma fiereza con que los
dioses antiguos bebían sangre; materializando entonces el extraño traspaso de
los sacrificios, que de cruentos pasaron disimuladamente a incruentos. Estados
Unidos sería así la última actualización del misterio cristiano, cumpliendo
hasta la última coma de lo que está escrito; porque como aquel contrajo la
liturgia sacrificial a lo híper cruento para hacerla definitiva, esta la
materializa ahora en su estado más espiritual, que es el de la mentalidad
política.
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