Cuando los geniales griegos se inventaron la democracia,
los clásicos de la filosofía no habían nacido; se les podía ignorar entonces y
actuar con pragmatismo, pues la realidad no era distorsionada más que por algún
demagogo puntual. Debe ser por eso que determinaron, tan simplemente, que la
cosa pública era para ciudadanos varones y adultos; todos los demás, sabían,
eran infraestructura, desde los esclavos a las mujeres, niños y extranjeros.
Todos estaban en función de la cosa pública, que era la política, de su mantención y
crecimiento; desde el orden doméstico, que era la base, a la sustitución
generacional y la economía. Todo eso ha ido adecuándose con la paulatina
liberalización de las estructuras sociales, es cierto; pero sólo en la medida
en que han podido salvaguardarse esas funciones básicas, siquiera con
sobrecargas y sustituciones; como la que mantiene a las mujeres a cargo del
orden doméstico, pero ya les permite el sufragio y la independencia económica;
o la que da relativas protecciones a los esclavos, como el salario irrisorios.
Decir que eso ha sido un mejoramiento efectivo de las
relaciones funcionales en que se estructura la realidad puede ser cruel y
ofensivo; pero es más o menos cierto, aunque no signifique mucho para la vida
concreta de los muchos. En la vida real, lo que importa es penetrar el estrato
superior, excluirse de la infraestructura por medio de alguna élite especial; y
el problema surge cuando proliferan las élites especiales, en función del
derecho Moderno, y escasean entonces las infraestructuras; porque, vamos, entre
arquitectos, quién le alcanza el cubo al albañil.
Pero entonces el problema surgió con el Derecho
Moderno, cuyo defecto no estaría en ser Derecho sino Moderno; es decir, en ser
ya posterior a todos los clásicos, que habrían provisto la espesa red de
espejos con que distorsionar minuciosamente la realidad. En definitiva, todos
los programas de la Ilustración Moderna son tan maravillosos como lo fue la
democracia griega; con la diferencia de que aquella preveía ayudantes que
alcanzaran el cubo al albañil sin menoscabo; porque el cuento de que todos los
trabajos son dignos no se lo creen ni quienes lo cuentan, preocupados en la
especialidad de su elitismo.
A nadie debería extrañar eso, después de todo, el
mejor argumento católico contra el matrimonio gay es de factura marxista; lo
que no es ni paradójico, ya que sólo demuestra el ascendiente violentamente
cristiano del Marxismo, con economía y todo. Al final, el ateísmo de Marx era
tan furibundo que no podía pasar del histérico voluntarismo con que los líderes
escinden una secta de una religión ya dada; el dios ateo es incluso hasta más
original y divertido, porque tiene la peculiaridad de no existir, sin por ello
incidir menos en la vida de sus fieles, que así son más absurdos.
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