Todos saben que la falacia ad hominem consiste en un ataque a la persona en
vez de al argumento, desacreditando la fuente; algo que en apariencia
contradice las leyes de la razón, que por otra parte nunca han sido escritas y
semejan la otra falacia de la tradición. Este reduccionismo sería el que de
hecho resulte falaz hasta en sus principios, al limitar las posibilidades de
comprensión de la realidad; cuya naturaleza sería compleja, al darse por la
relación de innúmeras determinaciones, a veces incluso contradictorias.
Sin dudas, el racionalismo positivo moderno no sólo responde a un
ascendiente idealista en la tradición cartesiana; sino que esta es la misma que
explica el desarrollo de las convenciones sofísticas escolásticas, que no son
sino una actualización de la sofística antigua. Nuevamente sin dudas, la
escolástica es una institución con la que se consiguió subordinar el temprano
realismo católico a la tradición dogmática; que fundándose en la patrística no
la asume en su totalidad, sino sólo su sistematización final por San Agustín,
que es de ascendencia platónica.
Este carácter del racionalismo se vería en la llamada Navaja de Ockan, como
su figura más esplendente y emblemática; pero sería esto mismo lo que explique
el carácter falaz de la descalificación que hace del cuestionamiento ad hominem.
Obviamente, la consistencia propia de conceptos y argumentos es la lógica, pero
como atributo formal esta es siempre aparente; que es lo que hace al
abstraccionismo idealista insuficiente en su pretensión de comprender la
realidad, y con ello propenso a la falacia. La misma inconclusión del debate
sobre los Universales demostraría este carácter falaz del abstraccionismo, dado
por su carácter político; que comprometiendo ideológicamente a las partes —en
la Moral— hace imposible la discusión, por violentar los principios mismos de
ese compromiso.
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La navaja de Ockan alude al estado imposible de una igualdad de condiciones,
en que la explicación más sencilla sería la más probable; pero cuando es
imposible establecer esa igualdad de condiciones, dada las diferencias naturales
en la determinación de los criterios, cuya oposición es además eventual y
relativa. Sumado a eso, quedan los intereses individuales de las personas que
emiten los criterios, todos y cada uno de los cuales serían igual de válidos;
de modo que cualquier discusión se reduciría a un ritornelo eterno, como aquel ya
dicho de los Universales, sólo superado en la irracionalidad de la tradición.
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