La experiencia advierte que ninguna revolución es consistente, sino que
mientras más radical más leve; es una paradoja, no una contradicción, que
revela el profundo conservadurismo de las revoluciones. Una revolución es, en
esencia, una contracción forzada de la estructura política, tratando de renovar
sus pactos fundacionales; y su mejor ejemplo está en los sucesivos cismas con
que se ha tratado de renovar el cristianismo, en culturas precisamente
revivalistas. Incluso las famosas revoluciones del llamado socialismo real en
el siglo XX, no hacen sino apelar a lo más rancio de la moral cristiana; no
sólo en cuanto a la ética, sino incluso las relaciones políticas que regulan
las relaciones sociales y económicas, siempre según un principio de autoridad.
La misma revolución francesa que inaugura la plenitud de la Modernidad, no
tarda en desmoronarse con el exceso jacobino; que recuerda al del dominico
Savonarola, que presagia al del monje capuchino Martín Lutero, que recuerda al
de cualquiera de los violentos profetas bíblicos. Por eso, más efectiva que la
más radical y reaccionaria revolución, no hay progreso como el de la evolución;
que atravesando las crispaciones propias de su contradicción natural, negocia
un pequeño espacio… donde clavar la pica. Eso sería lo que habría significado
la entrada casi triunfal —pero no tanto— de Meghan Markle en la más rancia aristocracia
europea; mantenida como un símbolo de unidad nacional, que es la mejor seña de
su decadencia, pues una estructura política no es simbólica nunca sino consistente
y efectiva; a menos que sea hueca, como todo símbolo, cuyos significados son
siempre convencionales y atribuidos, nunca naturales y propios.
Al menos debería recordarse que esos tronos se erigieron en el más feroz de
los autoritarismos, basados en la fuerza y la violencia como única fuerza de
cohesión; y su permanencia en modelos parlamentarios es precisamente negociada
y precaria en ese mismo sentido de su simbolismo, reducido a la mera
formalidad. En eso consistió la evolución, contra el revivalismo revolucionario
de los republicanos franceses; como mismo España fue rescatada de esos excesos
con un compromiso por este simbolismo, que garantizara el parlamentarismo como
nueva cultura de las relaciones políticas. La obsesión norteamericana con su
propia ausencia de tradición monárquica evidencia esta necesidad, pero por lo
que es; es decir, la necesidad de una convención racional, concentrada en un
símbolo suficiente.
Eso explica la de otro modo incomprensible banalidad permanente del
elitismo artístico norteamericano, con su falsa aristocracia; de la que
precisamente sale Markel, con el otro simbolismo además de su mulatez y la
cultura marcadamente negra que imbuyó en el lento protocolo de su boda real.
Hubo otros simbolismos, que le dieron consistencia a este mayor, como el
paralelismo en las posiciones de la madre del príncipe y la plebeya; una frente
a la otra, de una punta a la otra de la nave que concentraba tanta solemnidad,
como consciente de los lazos que anudaba. Nadie debe esperar mucho más de
Markel, que como un soldado en Normandía fallece en la playa en la que puso pie;
detrás de ella vendrán las hordas, que lentamente —para que sea cierto—
invadirán las calles de la vieja Europa, para librarla otra vez.
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