Sunday, May 27, 2018

Una americana en la corte del rey Arturo


La experiencia advierte que ninguna revolución es consistente, sino que mientras más radical más leve; es una paradoja, no una contradicción, que revela el profundo conservadurismo de las revoluciones. Una revolución es, en esencia, una contracción forzada de la estructura política, tratando de renovar sus pactos fundacionales; y su mejor ejemplo está en los sucesivos cismas con que se ha tratado de renovar el cristianismo, en culturas precisamente revivalistas. Incluso las famosas revoluciones del llamado socialismo real en el siglo XX, no hacen sino apelar a lo más rancio de la moral cristiana; no sólo en cuanto a la ética, sino incluso las relaciones políticas que regulan las relaciones sociales y económicas, siempre según un principio de autoridad.
La misma revolución francesa que inaugura la plenitud de la Modernidad, no tarda en desmoronarse con el exceso jacobino; que recuerda al del dominico Savonarola, que presagia al del monje capuchino Martín Lutero, que recuerda al de cualquiera de los violentos profetas bíblicos. Por eso, más efectiva que la más radical y reaccionaria revolución, no hay progreso como el de la evolución; que atravesando las crispaciones propias de su contradicción natural, negocia un pequeño espacio… donde clavar la pica. Eso sería lo que habría significado la entrada casi triunfal —pero no tanto— de Meghan Markle en la más rancia aristocracia europea; mantenida como un símbolo de unidad nacional, que es la mejor seña de su decadencia, pues una estructura política no es simbólica nunca sino consistente y efectiva; a menos que sea hueca, como todo símbolo, cuyos significados son siempre convencionales y atribuidos, nunca naturales y propios.

Al menos debería recordarse que esos tronos se erigieron en el más feroz de los autoritarismos, basados en la fuerza y la violencia como única fuerza de cohesión; y su permanencia en modelos parlamentarios es precisamente negociada y precaria en ese mismo sentido de su simbolismo, reducido a la mera formalidad. En eso consistió la evolución, contra el revivalismo revolucionario de los republicanos franceses; como mismo España fue rescatada de esos excesos con un compromiso por este simbolismo, que garantizara el parlamentarismo como nueva cultura de las relaciones políticas. La obsesión norteamericana con su propia ausencia de tradición monárquica evidencia esta necesidad, pero por lo que es; es decir, la necesidad de una convención racional, concentrada en un símbolo suficiente. 
Eso explica la de otro modo incomprensible banalidad permanente del elitismo artístico norteamericano, con su falsa aristocracia; de la que precisamente sale Markel, con el otro simbolismo además de su mulatez y la cultura marcadamente negra que imbuyó en el lento protocolo de su boda real. Hubo otros simbolismos, que le dieron consistencia a este mayor, como el paralelismo en las posiciones de la madre del príncipe y la plebeya; una frente a la otra, de una punta a la otra de la nave que concentraba tanta solemnidad, como consciente de los lazos que anudaba. Nadie debe esperar mucho más de Markel, que como un soldado en Normandía fallece en la playa en la que puso pie; detrás de ella vendrán las hordas, que lentamente —para que sea cierto— invadirán las calles de la vieja Europa, para librarla otra vez.

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