Tuesday, December 2, 2014

El tema de la violencia revolucionaria


La definición de dialéctica en que se basa el Marxismo es propiamente moderna, desde el momento en que es propiamente suya y el Marxismo es un pensamiento moderno; y por ello ha de pecar necesariamente del excesivo racionalismo que permea a todo lo moderno, como apoteosis de la Razón incluso a niveles de religión práctica[1]. El racionalismo es por tanto la cultura en que se practica el pensamiento moderno, y por tanto va a ser su base dogmática; lo que afectará a esa definición de Dialéctica del Marxismo, como método pata su comprensión del mundo en su tendencia reductiva. En ese sentido, la dialéctica puede determinar que una contradicción produzca su propia solución; pero asume en ello que dicha solución es ya de por sí madura, al estar condicionada por la contradicción precedente. Negar eso es entrar en las espesas redes de la metafísica, pero no hay otro modo de entenderse con las sutilezas del pensamiento y su alcance real; de modo que puedan corregirse esos excesos inevitables a un pensamiento como el Marxista, rescatando lo que todavía puede decir sobre la realidad y el mundo.

Esa contradicción en la contradicción —que no funciona como una negación de la negación— sería lo que explique a su vez el problema de la violencia revolucionaria; en tanto reflejaría la inmadurez cultural del fenómeno en su praxis política, no importa si determinado por la contradicción insuperable de la sociedad en ese momento dado. Sería por eso que el fenómeno revolucionario se haga recurrente, abortado por sus propias contradicciones internas; pero que al frustrarse en una contracción al estado anterior, vuelve a ser producido por esas contradicciones precedentes en una forma relativamente más perfecta; hasta que finalmente cuente con su propia madurez fenoménica, que se traduciría en la consistencia en que garantizaría su permanencia.

Aplicado a la revolución como fenómeno político, esto explicaría ese fracaso recurrente suyo, pero también su inevitabilidad; ya que permaneciendo las causas que lo provocaron, es lógico que vuelva a producirse, como intento cada vez mejor de satisfacer esta necesidad que lo invoca. La violencia en sí misma sería ese índice de inmadurez incluso política, de un fenómeno que debe producirse por una transición; siquiera relativamente, pues siempre habrá un enfrentamiento violento entre los extremos del espectro político. La madurez política de la sociedad estaría dada precisamente por ese nivel de tensión crítica en que se relacionan estos extremos de su espectro político; como un margen cada vez mayor y más denso de posiciones centristas, capaces de dialogar y negociar entre sí. La preponderancia y mayor densidad de esos extremos sobre este margen centrista sería lo que indique esa inmadurez; como incapacidad de la sociedad para conciliar sus distintos actores en un pacto de convivencia, que es en definitiva de lo que trataría la política.

Dicho eso, también habrá que relativizarlo, y reconocer que la misma preponderancia de un margen centrista no implica la negación de sus extremos; por lo que en su misma existencia, estos aún  se mostrarían beligerantes, tanto entre sí como respecto a ese margen de conciliación. No obstante, la mayor dimensión de ese margen conciliatorio debería ser capaz de absorver esta beligerancia; produciendo el cambio revolucionario como una transición, aún si contiene eventuales episodios —no sistemáticos— de violencia, nunca propios. Moralmente, esto implicaría el distanciamiento de las clases políticas de toda manipulación doctrinaria; que en su naturaleza intelectualista reduce la reflexión filosófica como determinación de lo político a la mera elaboración ideológica, sobreponiéndose en una apelación a la acción compulsiva al pragmatismo de lo netamente político.




[1] El culto de la Razón fue una práctica habitual de la cultura revolucionaria de la Francia del siglo de las luces y el enciclopedismo; pretendió ser una religión laica, que contrarrestara la tradición aristocrática del Catolicismo, y se le consagró el altar mayor de la catedral de Notre Dame en París.

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