Por Ignacio T. Granados Herrera
Hay una extraña fuerza que marca a lo
norteamericano como una cultura dramática, más allá de sus caracteres más
permanentes; y esta es el vértigo de sus propias contradicciones, no más
letales que las del resto de Occidente pero sí más concentradas y recurrentes. Sería
esa recurrencia la que haga más visibles estas contradicciones de lo
norteamericano que en el resto del mundo; su explicación sin embargo podría
también explicar ese resto del mundo al que sólo refleja, puede que como su
producto más excelente. Al fin y al cabo, el vértigo de lo norteamericano se
debería a su propio carácter conclusivo más que inaugural; como el vórtice de
los remolinos, que sólo apresura lo que de hecho ya ocurre, y se determinó aún
más atrás en el tiempo y el espacio como relación de lo histórico. Entre las características más permanentes de lo
norteamericano se podrían resumir el pintoresquismo folklórico de sus celebraciones;
como esa de la austeridad ya olvidada de la de Acción de gracias, o excesos que
revientan el puritanismo tradicional, como el Mardi Grass; todas ya
convenientemente descaracterizadas por el mercantilismo, que todo lo redefine
en el valor más efectivamente moderno de su inmanentismo puro, y que ya es un
trascendental.
Menos pintoresco pero con valor no menos antropológico, estaría
ese carácter intrínsecamente popular de su estructura política; que aunque no puede negarse a generar sus propias
élites, las marca sin embargo con esa vulgaridad del mimetismo kitsch de los advenedizos. Eso es importante, y junto al individualismo feroz, se manifestaría en el gusto
por las armas, el pensamiento primario que da por racional y la adoración de la
propiedad; hasta el punto de hacer de esta un culto, sin fijarse en que se
trata de un fetiche —como los otros dos— montado por esa misma naturaleza
mercantil de lo moderno; en la que se realizaría pero sin que sea su propio Ser
en sí, porque el Ser de las cosas no se definiría por la suma pasiva de sus partes,
como una antropología. Hablar del Ser en sí de lo norteamericano es por
e4so un esfuerzo que excede la datificación antropológica, porque se trata de
una ontología; que atiende no sólo a lo que conforma al carácter en su trascendencia, sino a su
organización singular, como su inmanencia. Es ahí donde resalta esta función
conclusiva más que inaugural de lo norteamericano, como el espacio al que
efectivamente se expandió el Occidente; y que sólo en principio habría tenido ese
carácter fundacional al que se alude con el concepto del éxodo y la hégira, como
a la etapa final de la evolución de la cultura y no otro paso en un proceso infinito.
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Eso rozará los límites dudosamente racionales de la teología, hasta el
escándalo de coincidir con el absurdo aparente del metodismo; que sin embargo —como
la revolución industrial sobre la que se construyó la economía norteamericana—
es inglés, y merecerá por ello algún crédito. El metodismo inglés, que conoció la apoteosis
en los Estados Unidos, sería sólo una intuición; dirigida además a la primera y
osada conciliación de los imaginarios religioso y antropológico, en una suerte
de teoría del diseño inteligente; que más efectiva que el cristianismo
científico —tan burdo como su homónimo comunista—, sólo puede ser rechazado por
las reducciones del materialismo extremo, que es determinista. Así, Estados Unidos
será esa apoteosis de tipo apocalíptico que antecede al Milenio con su irrevocabilidad;
explicando este carácter vertiginoso con que Occidente se enfrenta a su propio
horror en ese espejo que resulta de su expansión incontrolada por el nuevo mundo;
luego de lo cual conocerá como es conocido, en esa belleza por la que trasciende
en su Ser inmanente, pero que aún le es desconocida. En este sentido, el horror
norteamericano no es peor que el del resto del mundo, sólo —aunque sin dudas—
más inmediato; señalarlo desde fuera de Norteamérica es señalarse a sí mismo,
si Norteamérica es sólo esa condición especular de Occidente, que aquí puede
sin embargo alcanzar la redención.
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