La tragedia de Charlie Ebdo podría servir como
punto de giro en el desarrollo de la cultura en Occidente, ayudándonos a comprender
las complejidades de la realidad; y mientras la histeria desatada por el terror
llamaría al buen gusto de esperar a que pase el dolor para cualquier
ponderación en este sentido, la experiencia nos recuerda que cuando ceda su
puesto en los titulares será tan irrelevante que ya no servirá de nada. No es
la primera vez que pasa, ya deberíamos estar acostumbrados a nuestra
superficialidad y a nuestro comportamiento acrítico; como el de esa reducción que
nos propone a Francia como un país liberal, de putas, maricones y cineastas,
que se precia de ser la mejor galería del mundo; cuando en la vida real es un
país donde la bohemia es un nada bohemio negocio de millonarios, con una
historia llena de excesos e irracionalidad. En ese sentido se ha hecho un
tópico de la tradición de la sátira francesa, sin reparar en que su virulencia
es de todo menos liberal; pues antes bien ha sido el arma más eficaz para
desmoralizar al enemigo, al que de hecho se le establece en la agresividad y la
humillación.
Francia no es sólo el país de la Ilustración —y
la Ilustración misma fue terrorífica— sino también de la apuesta violenta por
la reacción anti institucionalista de los románticos; cuya apuesta por el
esteticismo culturalista expresaba también su culturalismo extremo, que
precisamente también impulsaría a las corrientes liberales al extremismo, por
reacción. Por tanto, Francia es también la cuna del catolicismo de monseñor
Lefevbre; que se separó de Roma en el concilio Vaticano II por considerarlo
extremadamente liberal, provocando también la reacción en ese sentido de los
liberales; resultando en un catolicismo neurótico, en el que de parroquia a
parroquia se defienden las más diversas lecturas de su doctrina y todas ortodoxas,
sin que autoridad alguna pueda hacer algo al respecto. Francia es también la sede del nacionalismo más
visceral, y su extremismo cultural suele caer en la violencia; como la desatada
incluso jurídicamente por el chef Jamie Olivier en contra de la grosería tan
poco chic de Mac Donald. Es decir, Francia es un país con una fuerte tendencia
antropológica a la violencia extremista; cuya Ilustración —para regresar al
ejemplo primero— se basó en un movimiento propio de la revolución para
sustituir la tradición católica por el culto de la Razón.
No hay que
equivocarse, el culto a la Razón no es una metáfora genial sino que fue
literalmente un culto, y —peor aún— oficial; en el que se instaló una estatua
de la diosa Sabiduría en el altar mayor de la catedral de Notre Dame, en ese
vicio con que se reproducen los pecados del enemigo. Esa precisamente fue la naturaleza de Charlie
Ebdo, y que tan festinadamente la gente asume como propia; lo que no estaría
descaminado, pero sería más preocupante de lo que aparenta, pues escondería
nuestra violencia visceral. La comparación no es odiosa sino puntual, y el
culto moderno de la Razón tuvo muertos físicos y causó desesperación; y si hoy
día no es así es porque nuestro contexto legal lo prohíbe, pero todavía subsiste
en el asesinato moral que constantemente cometemos hasta con la simple reacción
compulsiva y acrítica que nos permitimos. Hace tiempo deberíamos haber sabido
que —como afirma Aristóteles en el Libro IV de la Metafísica— no todo lo
evidente es necesariamente cierto; o que al menos lo real es demasiado complejo
para admitir reducciones a malo y bueno o blanco y negro, y que por algo la
reflexión es un proceso lleno de sutilezas y protocolos.
Ciertamente, el crimen contra Charlie Ebdo es
espantoso y preocupante, pero también lo es la displicencia con que dejamos que
se nos manipule en nuestra sensibilidad; porque el simplismo obnubilante a que
se ha reducido el Islán es fruto obviamente de una manipulación histórica, si
es que esa cultura ha aportado a Occidente lo mejor de su tradición de
conocimiento. Las referencias al refinamiento y el cosmopolitismo musulmán
están al alcance de quien quiera encontrarlas, y la razón de que eso sea el más
puro pasado también; está en los lazos perversos de la economía postmoderna, que
se perfiló en una espiral de vicio y manejos escabrosos desde comienzos del
siglo XX. El horror no comienza con la torpeza de Inglaterra al abandonar
Palestina sino en los lazos de las élites financieras occidentales con los
gobiernos absolutistas del mundo árabe; porque si el Islán no es exclusivamente
árabe si es en esa cultura que reviste el velo de intolerancia con que se la
conoce hoy día, cuando viaja a Occidente en las bolsas de sus emigrantes.
Ese es el quid de la intolerancia musulmana, la
pobreza de una población reducida a consumir el opio del pueblo; no la fuerte
tradición de tolerancia y pensamiento árabe sino los discursos aberrantes de
unos ulemas que sólo cuentan con su histeria como aval de raciocinio. Ese es el
quid, porque el poder de los ulemas, que es casi tribal, depende del
financiamiento de esos gobiernos absolutistas que son aliados de las élites
financieras de Occidente; que con su vigilancia moral impiden la formación de
una clase media educada, que eventualmente evolucionaria a una democracia de
corte socialista, cortando el flujo de dinero que corre a través de las casas
reales. Que sea el liberalismo de Occidente lo que se identifique con semejante
manipulación de la historia es tanto o más aterrador que el crimen de Charlie
Ebdo; porque muestra lo fácil que es hipnotizarnos en la segunda década del
siglo XXI, y cómo el exhibicionismo es nuestra mayor debilidad, canalizando
esas horribles compulsiones que dominan a los asesinos.
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