Por Ignacio T. Granados Herrera
Como para despedir el año con mucho drama, el
prestigioso periodista uruguayo Leonardo Haberkon publicó el Diciembre del 2015
un artículo en su blog El informante; lo dramático se debe a que anunciaba a
bombo y platillo, como buen periodista, su renuncia a seguir dando clases de
periodismo en la Universidad ORT de Montevideo. La causa de la renuncia es
risible justo por lo dramática, ya que el honorable periodista se declaraba
vencido por los medios sociales; como el Umberto Eco que protestaba del acceso
de la imbecilidad a la tecnología, Haberkon se niega a lidiar con un ambiente determinado
a permanecer imbécil. Los argumentos del doctor Haberkon, como los de Eco y
eventualmente los de Vargas Llosa en la misma letanía, son sobre todo
razonables; sólo que un problema no ocurre sencillamente sino que se
desarrolla, tiene una génesis, y un mínimo de decente consistencia debería
mirar hacia esa determinación.
Como bien sentencia la sabiduría popular,
para bailar el tango hacen falta dos —a menos que sea artístico y artificial— y
para que haya un problema también; eso como mínimo, señalando que poco se gana
con quejarse en vez de tratar de entender la situación, y hasta qué punto no
participó uno mismo de ella… como su propia determinación. Haberkon no tiene en
cuenta que la degradación intelectual es justamente gradual, y que si él mismo
es posterior al pico del siglo XVII es entonces parte de ella; como esa
altanería con que el periodismo se alzó como un cuarto poder, igualándose en
corruptibilidad a los tres tradicionales; en vez de permanecer en la modesta funcionalidad
del contra poder, que era en definitiva lo que le otorgaba valor político real
y no aparente; con el arbitrio y la vigilancia de la contradicción en que se
relacionan los otros, en vez de participar de esa misma corrupción de estos.
Haberkon podría haberse fijado —con más
modestia— cómo la cultura no amaneció un día ya wikipédica y googlesca sin
remedio; sino que descendió allí bailando el falso minué en la escalera del
Diablo, que la llevó primero a enciclopédica con el esplendor del periodismo
clásico, y de ahí a libresca. Podría haberse fijado también en la forma en que
se introdujo la banalidad en su propia profesión, con ribetes de falso
misticismo intelectualoide; no ya con el absurdo del relativismo en la libertad
de criterio, que no le exige responder al menos a un parámetro de sentido común,
respeto y racionalidad; sino aquella trampa del llamado nuevo periodismo, que
sirvió para disfrazar la banalidad de la opinión con el expediente de la
experiencia dramática. En vez de todo o siquiera algo de eso, Haberkon se
limita a rasgarse las vestiduras como desde siempre han hecho los fariseos;
cuya terquedad por otra parte se limita a su sempiterna incomprensión del
sentido práctico de los saduceos, en un conflicto tan irresoluble que sólo se
solucionará cuando acepten todos que están equivocados.
Si las nuevas generaciones están
intelectualmente perdidas, antes de renunciar con altanería podría cuestionarse
a sí mismo y hasta a todo su gremio; después de todo fueron ellos los que
secuestraron el ámbito de la elaboración intelectual, secuestrando la formación
de los jóvenes con esa pretensión de liderazgo que es sólo disfraz del
egocentrismo. Quizás esta renuncia de Haberkon sea el mejor regalo que pueda
hacerle al mundo, si siendo consecuente sigue con su renuncia a seguir
repitiendo cosas que a nadie le importan; y que no es porque la gente sea
banal, sino porque el banal es él con ese falso intelectualismo que sólo le
sirve para señalar al resto con el dedo. No obstante eso es pedir demasiado,
porque el problema con Haberkon es que él forma parte del sistema y su
frustración se debe a la pérdida de relevancia; no obstante, le preguntaría con
dejo cínico si todavía usa el punto y coma o ya lo desechó también por
complejizar demasiado las ideas, en esa naturaleza discursiva —no reflexiva—
del criterio. A él, como a los que dicen que leer es importante para
desarrollar un criterio propio, habrá que recordarles que sólo lo hacen para
imponer el de ellos; que es lo que pretenden con ese altruismo de cartón, ya
desde los tiempos de los sofistas que escandalizaron al mismísimo Sócrates.
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