Esa
contradicción en la contradicción —que no funciona como una negación de la
negación— sería lo que explique a su vez el problema de la violencia
revolucionaria; en tanto reflejaría la inmadurez cultural del fenómeno en su
praxis política, no importa si determinado por la contradicción insuperable de
la sociedad en ese momento dado. Sería por eso que el fenómeno revolucionario
se haga recurrente, abortado por sus propias contradicciones internas; pero que
al frustrarse en una contracción al estado anterior, vuelve a ser producido por
esas contradicciones precedentes en una forma relativamente más perfecta; hasta
que finalmente cuente con su propia madurez fenoménica, que se traduciría en la
consistencia en que garantizaría su permanencia.
Aplicado a la
revolución como fenómeno político, esto explicaría ese fracaso recurrente suyo,
pero también su inevitabilidad; ya que permaneciendo las causas que lo
provocaron, es lógico que vuelva a producirse, como intento cada vez mejor de
satisfacer esta necesidad que lo invoca. La violencia en sí misma sería ese
índice de inmadurez incluso política, de un fenómeno que debe producirse por
una transición; siquiera relativamente, pues siempre habrá un enfrentamiento
violento entre los extremos del espectro político. La madurez política de la
sociedad estaría dada precisamente por ese nivel de tensión crítica en que se
relacionan estos extremos de su espectro político; como un margen cada vez
mayor y más denso de posiciones centristas, capaces de dialogar y negociar
entre sí. La preponderancia y mayor densidad de esos extremos sobre este margen
centrista sería lo que indique esa inmadurez; como incapacidad de la sociedad
para conciliar sus distintos actores en un pacto de convivencia, que es en
definitiva de lo que trataría la política.
Dicho eso,
también habrá que relativizarlo, y reconocer que la misma preponderancia de un
margen centrista no implica la negación de sus extremos; por lo que en su misma
existencia, estos aún se mostrarían
beligerantes, tanto entre sí como respecto a ese margen de conciliación. No
obstante, la mayor dimensión de ese margen conciliatorio debería ser capaz de
absorver esta beligerancia; produciendo el cambio revolucionario como una
transición, aún si contiene eventuales episodios —no sistemáticos— de
violencia, nunca propios. Moralmente, esto implicaría el distanciamiento de las
clases políticas de toda manipulación doctrinaria; que en su naturaleza
intelectualista reduce la reflexión filosófica como determinación de lo
político a la mera elaboración ideológica, sobreponiéndose en una apelación a
la acción compulsiva al pragmatismo de lo netamente político.
[1] El culto de la
Razón fue una práctica habitual de la cultura revolucionaria de la Francia del
siglo de las luces y el enciclopedismo; pretendió ser una religión laica, que
contrarrestara la tradición aristocrática del Catolicismo, y se le consagró el
altar mayor de la catedral de Notre Dame en París.
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